Reseña de El espectador, de Imré Kertestz
No les resultará sorprendente que les hable de un diario en el que un autor se cuestiona su papel como escritor, como intelectual, y ciertamente no es una novedad. Pero este escritor en concreto, reflexiona sobre su identidad como intelectual, como húngaro e incluso como judío, y lo hace porque se siente completamente ajeno a su mundo, al un país en que se se siente extranjero, del que dice vivir en su lengua más que en su territorio y aun así la considera una lengua equivocada para cumplir con su vocación de universalidad. He leído a muchos autores referirse a su lengua materna, pero creo que es la primera vez que me encuentro con uno que se considera su prisionero. No se siente más libre en su condición de judío, que él considera como algo más relacionado con una universalidad apátrida y una sensibilidad cultural occidental que como una identidad política y territorial. Se niega a definirse como judío como reacción al antisemitismo. Y tampoco está mucho más cómodo con su éxito como escritor, fundamentalmente se siente valorado fuera de las fronteras de su país. «Me convierto en empresa», dice refiriéndose a la promoción de su obra.
Sin embargo, me he dado cuenta de que los escritores—en el sentido clásico o, si se quiere, verdadero de la palabra—comienzan a escasear y que el público se asombra cuando se encuentra con uno. El escritor—o sea, alguien que pone en juego su existencia entera, con todo el riesgo y despilfarro que ello supone, y que exige existencia al lector, al oyente, que lo toca como en la noche de bodas el esposo a la esposa. Es escritor quién ha sufrido su arte y lo muestra ahora con un gesto cortés, pero decidido e insobornable, así como un héroe de la libertad enseña la gloriosa herida que sufrió hace cincuenta años y que poco a poco a devenido legendaria.
Tampoco su concepción de Dios es una al uso, en varias ocasiones en El espectador nos muestra su devoción a la idea de un dios, independientemente de su existencia o no. Dios como necesidad del hombre, no como realidad o invención.
El teatro demuestra que uno siempre habla como si lo hiciera ante testigos. El ser humano necesita testigos para que sus palabras tomen un sentido moral. El testigo más elevado, supremo del hombre es Dios. Esto, sin embargo, no demuestra que Dios oiga y escuche al hombre. No demuestra la existencia de Dios. La moralidad demuestra sólo una necesidad, es decir, sólo se demuestra a sí misma.
Esta obra, traducida por Adan Kovacsics, es de una lucidez deslumbrante su cuando e refiere a la realidad de su país, a la deriva desesperanzadora de una nación que primero colaboró con el nazismo y después padeció una dictadura comunista y que no salió de ello ni más democrática ni más humana. Una nación curiosamente prolífica en escritores que sin embargo no aprende de sus errores, me pregunto si ambas cosas tienen relación. No parece que aun hoy siga el mejor de los caminos.
Quienes quieren devolver la autoestima a la nación justificando sus estupideces o sus crímenes sólo cometen más estupideces y más crímenes
Si bien siempre resulta interesante, hay ocasiones en los que sus reflexiones tienen además una gran belleza, la sensibilidad del artista se mezcla con la lucidez del intelectual y el resultado hace de la experiencia de sumergirse en El espectador una experiencia profundamente humana. A menudo triste, porque se trata de un hombre que sobrevivió a Auschwitz y a Buchenwald y que vivía atónito cómo su recuerdo personal parecía sobrevivir al colectivo. Se enfrentaba al olvido tanto como al revisionismo y llama su atención su contundente descalificación de Spielberg por «convertir el holocausto en el parque de Disney». Llega a decir que la única diferencia entre el director y los revisionistas en que el primero se lucra con el exterminio. La memoria de las víctimas le acompaña («donde los difuntos importan, también cabe esperanza para los vivos») y él entiende que esa memoria debiera ser el eje central de la cultura, que no puede haber una intelectualidad después de Auschwitz en la que los campos de exterminio no estén presentes, que hay que evitar que si en el futuro se repite algo así no sea ya una simple repetición rutinaria, sino que siempre tengamos presente lo que fue y cómo se llegó a eso. Visto el actual resurgir de los extremismos, tal ves fuera necesario releer más a Kertéstz y a todos aquellos que convirtieron su obra en testimonio de la dignidad y la memoria de las víctimas, tanto como en denuncia de los verdugos y sus silencios cómplices.
El antisemitismo húngaro, en resumen: los húngaros todavía no han perdonado a los judíos el haberlos exterminado.
Y también está muy presente su sensibilidad cultural, su afición a la música, sus referencias a otras obras y autores, su cita a Marái (no es la única), concretamente a su consejo de no pasar ni un día sin entrar en contacto con la grandeza (leer a Tolstói, escuchar las grandes obras musicales, ver un cuadro).
Conocemos las grandes obras desde hace muchísimo tiempo, podría decirse que desde nuestros sueños anteriores a nuestra vida, a nuestro nacimiento; y cuando las vemos, las escuchamos, las leemos por primera vez, no hacemos más que reconocerlas: sí, esto es.
En alguna ocasión incluso reniega de su faceta ensayística («Todo el mundo tiene una opinión, pero la opinión no es arte») y también habla largo y tendido de su propia vida, de su sentido de la responsabilidad y de la felicidad que no supo corresponder («Ni uno solo de nuestros actos desaparece sin dejar huella. Me da miedo») pero si me lo permiten quisiera finalizar dedicando unas palabras a las páginas que dedica el autor a su mujer, a su pérdida. El espectador lo es de la actualidad y de la historia, pero también de su propia vida y se reprocha en ese aspecto no haber sido más protagonista, no haber sido capaz de devolver el amor que recibió y esas páginas, donde más se muestra el hombre y menos el intelectual, son verdaderamente hermosas.
Quien no ha sido feliz no sabe morir.
Andrés Barrero
@abarreror
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