Dice Ismael Orcero Marín en el epílogo de su primer libro de relatos, El fin del mundo, que estas historias surgieron de momentos reales e inventados y que «el resto es Bradbury, Lovecraft, Moyano, Gardini, Donoso, García Márquez y Quiroga». Y es que los escritores son lo que viven y, sobre todo, lo que leen.
El fin del mundo, de tan solo ochenta páginas, está compuesto por diez relatos, y todos ellos nos dejan con la sensación de que son demasiado cortos. Y no me refiero únicamente a su breve extensión, sino al hecho de que Ismael Orcero Marín siempre logra dar un golpe maestro en la última línea. No hablo de finales inesperados (que también), sino de finales que son nuevos comienzos y que hacen que el lector desee saber qué pasará a partir de ese momento. Solo por esos finales ya merece la pena leerse el primer libro de este ingeniero técnico naval metido a cuentista.
Las premisas son de lo más variadas. En «El banquete», un accidente de coche deja tirados en el desierto, sin agua y sin comida, a cuatro desconocidos que estaban de vacaciones. En «El inquilino», una mujer vuelve al pueblo de su infancia para comenzar en un nuevo trabajo, pero pronto descubre que no es la única que habita en su vivienda. En «La picota», el alcalde, la monja y el médico del pueblo acusan a una joven de haber llevado el mal a la comarca. En «El fin del mundo», unos monos violentos amenazan con destruir el mundo tal y como lo conocen los humanos. En «Mamá robot», un cuarentón se compra un robot de cocina que habla, huele y guisa igual que su fallecida madre. En «El ángel que nos guarda», un cura visita una pedanía de Murcia para estudiar de cerca unos supuestos milagros. En «Tesoro», una niña hereda de su abuela el don de hablar con los muertos, pero intenta llevar una vida normal. En «La caverna», un hombre escribe cartas a su hermana contándole su trabajo en unos túneles, donde, según el folclore de la región, viven unos gnomos a los que es mejor no perturbar. En «Mala hierba», un país es arrasado por una misteriosa enfermedad que provoca agresividad e incluso la muerte. Y en «El pozo», la fiesta de inauguración de una casa no acaba como los invitados esperan.
En estas diez historias confluyen el realismo y el pensamiento mágico, el desencuentro entre generaciones y entre habitantes del pueblo y de la urbe, e incluso alguna parece ciencia ficción, aunque, si se mira de cerca, no es más que una pronóstico bastante atinado de lo que nos espera como sociedad.
Ismael Orcero Marín se maneja bien en el realismo mágico, en el terror y en el humor negro, poniendo un poco de cada según el devenir de cada historia, lo que convierte a El fin del mundo en un libro de relatos bastante equilibrado y disfrutable.
Decía al principio que los escritores son lo que viven y lo que leen. Y en El fin del mundo, Ismael Orcero Marín demuestra que es capaz de ver lo que se esconde en la realidad del día a día, lo que escapa a nuestros sentidos y aviva nuestros miedos. Con los magníficos referentes literarios que enumera en su epílogo, es evidente que ha aprendido de los mejores. Tal vez sea exagerado decir que ha logrado emularlos en su debut, pero lo que sí me atrevo a afirmar es que ha hecho un gran homenaje a sus obras y que tiene capacidades de sobra para seguir aproximándose a su maestría en próximas publicaciones.