Reseña del libro “El gen egoísta: Las bases biológicas de nuestra conducta”, de Richard Dawkins.
No existe mayor profiláctico para la lectura que un profesor sin hierro en la sangre te recomiende leer un libro y además lo tache de «lectura indispensable». Eso es lo que me pasó a mí con El gen egoísta, de Richard Dawkins. Y la razón por la que me lancé a ello —una década después de la recomendación— todavía me hace agachar las orejas de la vergüenza. Pero ha llegado el momento de confesar que no solo me gustó, sino que terminó por explotarme la cabeza.
Primero una reverencia, porque estamos ante un clásico del mundo de la biología que, a pesar de ser publicado por primera vez en 1976, no ha perdido actualidad. No en vano tiene por subtítulo: «Las bases biológicas de nuestra conducta». Y donde dice «nuestra conducta» no se refiere al ser humano en exclusiva. Es una trampa, un envoltorio para que creas que van a hablar de ti y acabes tragándote el caramelo de la microbiología. Pero está bien elaborado. A pesar de algunas fracciones, tablas y gráficos dispersos que hicieron que pinzase el libro con dos dedos para alejarlo de mí suspirando, se trata de una fórmula light para que cualquiera que lo desee pueda consumirlo, aunque no tenga formación académica. Además, presenta un índice con títulos sugerentes como «Tú rascas mi espalda, yo rascaré la tuya», «Los buenos chicos acaban primero» o «¿Por qué existe la gente?».
Llegados al punto de revelar parte de su interior, me gustaría lanzar una advertencia, y es que el conocimiento no hace mal si sabes digerirlo; pero el polémico biólogo evolutivo Richard Dawkins, autor de este libro —y de otros como Ateísmo para principiantes—, es de los que te revuelven las tripas. Hubiese estado bien saberlo antes de comenzar su lectura; o tal vez «el señor de las moscas», o profesor sin alma, me lo advirtió, pero mi parte más rebelde e insensata no quiso escucharlo. El caso es que tiempo después me enteré de que la palabra «meme» había surgido en este libro y, como buena consumidora de redes sociales, descubrir su origen se convirtió en un motivo de peso. No el amor por la ciencia ni las palabras sabias de un profesor infravalorado, no: el impulso primitivo de poder contar un chascarrillo inteligente, para variar.
Dawkins aporta una visión de la evolución en la que es la unidad de información, el gen —y no el individuo—, lo que se selecciona naturalmente. Y sobrevivirá si consigue reproducirse, dependiendo de lo útil o adecuado que sea para el medio. Es decir, los organismos serían como máquinas de supervivencia en las que viaja el gen. Este gen tratará de sobrevivir a toda costa poniéndose como humilde fin la inmortalidad. Como existen diferentes tipos de organismos, existen diferentes tipos de «vehículos» que podrán funcionar mejor o peor. Y de ir mal, no significará el fin del gen, porque este viaja ya dentro de otras «máquinas» pertenecientes a individuos de otras especies. Así que la especie no importa tanto como importa la conservación del gen. De ahí su «egoísmo» metafórico y el título del libro. Pero la teoría no se detiene ahí, sino que va armándose en complejidad —y mi cabeza acercándose más a las páginas del libro, como si me absorbiera, porque requiere mucha concentración— hasta adentrarse en el peligroso mundo de las relaciones sociales y la transmisión cultural: los memes.
La teoría en sí desestabilizó las bases de lo que yo creía que era la vida. Nada más y nada menos. Pero también todo lo que había estudiado y que debía ser así, según la biología. Porque aunque no deja de ser una teoría, son los argumentos, difíciles de rebatir, los que hacen del libro un buen sopapo de lunes por la mañana. Para que espabiles y no te confíes. Me quedó claro.
Para empezar, tuve que tragarme la congoja de no ser tan importante. Creo que como especie no llevamos bien que nos tiren del pedestal. Después de que un tal Sócrates dijese «solo sé que no sé nada», que venga ahora un tal Dawkins a rematar con un «no solo no sabes nada, sino que los genes te utilizan para su fin», es para caer en la lágrima fácil o arremeter contra las páginas cerrando el libro como si lo pisotease un ñu cabreado. Puede que por eso la gente, que sí lo había leído, bufase o se llevase las manos a la cabeza al ver el libro entre mis manos. Cuando no soltaban un simple: «no te lo leas», que por supuesto aumentaba mi interés.
En un mundo de ciencia donde la premisa es cuestionárselo todo, un libro como este hace mucho bien para evitar que las ideas se acomoden. Y fue porque me marcó que, arrastrando mi orgullo por el suelo, entre melancólica y entusiasmada por el nuevo horizonte que se abría en mi cerebro, estuve una semana soñando con genes que viajaban en naves y se acuchillaban entre sí.
Buena reseña del libro desde luego te pica la curiosidad para buscarlo y saber que es lo que somos, parece que pura biología, no como pensamos el centro del mundo.
Interesante