Reseña del libro “El gran día de la señorita Pettigrew”, de Winifred Watson
Hay libros que deberían venir junto con un paquete de palomitas. Es el caso de este maravilloso clásico, El gran día de la señorita Pettigrew, que Alba Editorial ha rescatado para nuestro deleite personal dentro de la colección Rara Avis. Quizás la obra más reconocida de la escritora británica Winifred Watson, quien publicó esta comedia Londinense a finales de los años treinta del pasado siglo. Por cómo está escrita, la fecha me resulta tan asombrosa que me lo hubiese creído si me aseguran que fue ayer.
Ambientada en la actualidad de la época, nos muestra la parte más frívola de la ciudad, la de la diversión sin control y la vida nocturna. Es aquí donde el personaje de la señorita Pettigrew ofrece un contraste adorable. Se trata de una mujer recta, decente, de esas que dirían «mechachis» o «recórcholis» antes que invocar cualquier palabro de Satán. Los cuarenta años han llamado ya a su puerta y la han sorprendido soltera, sin trabajo, sin dinero y a punto de ser desahuciada, con lo que anda desesperada por encontrar la que podría ser su última oportunidad. A través de la agencia de empleo, consigue una cita en la lujosa casa de una joven de moral distraída que le suplica ayuda para deshacerse de un amante ante la inminente llegada de otro. A partir de ese momento, comienzan las horas más apasionantes en la vida de la señorita Pettigrew.
Ya en las primeras páginas se sirven todos los ingredientes para una fabulosa comedia llena de enredos. Donde, entre malentendidos, mentiras piadosas y sabias verdades, una cosa lleva a la otra y nadie sabe dónde va a acabar. Con una protagonista apuradísima que nada a contracorriente con una habilidad insospechada. Comienza a rodearse de malas compañías y se ve arrastrada hacia situaciones embarazosas y lugares de pecado, como los clubs nocturnos. ¡Pero qué felicidad! ¡No podía sentirse más viva y más querida! Que la memoria de sus padres la perdonen allí donde estén.
Me resulta imposible no empatizar con la señorita Pettigrew hasta el punto de inspirarme ternura. Es una desgraciada de manual. Puedo entender su timidez, ya que ha sido educada en el hermetismo del campo por una familia creyente de ideas tan anticuadas como para bautizarla con el nombre de Guinevere —o Ginebra—, bastante medieval y obsoleto incluso para los años treinta. Es a todas luces una mujer atrapada en plena crisis existencial; que solo sabe ser institutriz aunque lo odie a muerte, que se comporta como un cuervo cuando podría ser un despampanante faisán; que vive una vida que no ha escogido y ve cómo esta se va con los años sin dejar nada reseñable a su paso. Y lo peor de todo es que no se cree con derecho a quejarse. No he podido disfrutar más con esa chispa que guarda en su interior, que le grita para que encienda la mecha y eche una canita al aire mientras su conciencia lucha contra el alcohol por mantener la compostura.
El gran día de la señorita Pettigrew lo es también para el resto de mujeres de la obra. Aunque existe un buen muestrario de personalidades entre los hombres, creo que ellas son lo más importante aquí. Pues es donde se genera el segundo contraste. Aunque la protagonista carezca de experiencias, cuenta con la sabiduría de la edad y otra serie de cualidades que le faltan a su anfitriona, la señorita Delysia LaFosse. Una cantante de club nocturno —barra actriz— que parece salida de una película de Hollywood, inocente a su manera y de buen corazón. Las mejores escenas son aquellas en las que aparecen las dos. Las he devorado con ansia chismosa, como con las palomitas cuando hay una buena intriga. Juntas forman una pareja mágica, además de entrañable, porque se complementan a la perfección. Como si cada una fuese la muleta de la otra a la hora de enfrentar las situaciones de la vida.
Otro punto fuerte que contribuye a que la lectura se haga ligera es el diálogo. Tiene una estructura tan potente que estoy segura de que suprimo la narración y, aunque me falten matices, me sigo enterando de todo. La autora se las ha ingeniado para que con las palabras no entendamos solo lo que dicen, sino que seamos capaces de ver gestos, expresiones e incluso determinadas acciones que suelen acompañar al habla. He llegado a escuchar el tono de voz en mi cabeza, como si fuese la espectadora VIP de una obra de teatro. Esto, sumado a que es la historia de un día, genera la misma sensación de intensidad que vive en carne propia la señorita Pettigrew. Terminas con ganas de leer más novelas como esta.
Aunque se clasifique dentro del humor, porque en verdad es muy divertida, el trasfondo es crudo como cruda es la realidad. Como dice la canción, «por cada risa hay diez lágrimas». Y no me refiero solo al caso evidente de la protagonista. Entre la señorita Delysia LaFosse y su amiga Edythe Dubarry se podría montar un consultorio. Tres casos distintos, pero evidentes, de en qué puede derivar la falta de libertad en la mujer. Porque toda esa fachada de fiestas y libertinaje es pura pintura incapaz de maquillar el papel asignado para ellas en la sociedad. Pero no me extraña, lo que se graba a fuego es difícil de esconder. Por eso quiero pensar —porque leyendo la novela me parece algo evidente—, que Winifred Watson ha utilizado la comedia como herramienta para elaborar una crítica social, tan irresistible, que ha logrado conectar las mentes de lectoras de todo el mundo en una época donde no existía internet.
El gran día de la señorita Pettigrew fue también un gran día para mí. La recomiendo para quien quiera leer algo fresco y emocional. Una novela capaz de sacarte una sonrisa tras un día turbio, por simpática y audaz. Que con su habilidad te haga leer también entre líneas. O, como resume de forma ingeniosa Alba Editorial, «un cuento de hadas de otros tiempos donde la heroína es a la vez Cenicienta y el hada madrina».