Dice Mark Richard que ¨Es necesario saber escribir el vacío¨. Es difícil saber a qué se refiere Richard si uno no ha leído a ciertos autores. A él mismo por ejemplo. A Faulkner. Y no es que me quiera hacer el listo o el culto, estaría gracioso que alguien como yo pretendiera eso, es simplemente que no pensamos, yo no había pensado, en el concepto vacío en una historia. De qué manera influye en la narración. Después de leer estos relatos, el vacío es una imagen reconocible, un factor determinante. Algo que no sabías que estaba ahí hasta que alguien te lo ha enseñado. Una herramienta que pocos escritores utilizan en tiempos donde prima la literatura a peso, la sobreinformación, la banalidad.
Al leer los relatos de El hielo en el fin del mundo uno descubre que hay algo extremadamente singular en la manera de narrar de Richard, en la manera de exponer unos hechos que son en ocasiones cotidianos -y en otras no tanto- pero que a nuestros ojos tienen una textura borrosa e irreal, como ese espejismo que surge de la mezcla de asfalto y calor en las largas y desiertas carreteras secundarias. Una textura que se nutre de esos vacíos, de frases largas, de imágenes imposibles, de un ritmo lento y una cadencia extraña. La musicalidad que desprenden sus textos es algo que te arrastra como un río furioso y esos vacíos de los que habla son perfectamente tangibles y reconocibles, tanto, que ya nada vuelve a ser lo mismo, la literatura que hemos estado leyendo hasta el momento nos parecerá simple, insulsa y aburrida.
Es el agujero que tipos como Mark Richard o Alan Heathcock te abren en el estómago. Tipos como Larry Brown. Que le dan un patada en el culo a las reglas y escriben cosas que hacen que se te salte la tapa de los sesos; porque al fin y al cabo, seamos sinceros, queremos que nos explote la cabeza, quiero que me explote la cabeza, basta ya de literatura conformista, basta de comodidades, basta de zona de confort. Literatura hiriente, imágenes incómodas, seamos exigentes, escojamos textos sin reglas, sin finales redondos, sin ritmo.
Textos de largas frases y puntuaciones extrañas que hablan de tipos que arrastran caballos muertos con una lancha por un canal salpicando a todo el mundo ¨un par de vecinos de la orilla del canal salieron a mirar y la estela espumosa que iba surcando el culo en pompa del cuerpo en diagonal de Buster salpicaba sus jardines¨ o de locos que caen en picado con sus avionetas para enseñarle el culo al maquinista de una locomotora mientras cantan alocados mantras e intentan no estrellarse contra el suelo ¨charles se desabrocha los pantalones y aprieta su trasero con granos contra la ventanilla de su lado. Charles tiene todo lo que cuelga entre sus piernas apretado contra el cristal…¨ o incluso de tipos gordos que malviven en moteles y sueñan con recuperar a una chica ¨Todas las cosas que Carol le ha tirado a Genius le han dado en la cara. En el caso de la foto de Genius junto a la piscina agarrado a la chica joven, Carol se la tuvo que tirar a la cara de Genius varias veces porque Genius estaba dormido.¨ Frases que te dejan sin aliento, imágenes que se graban en el cerebro ¨los charcos de agua en el fondo de mi canoa purpurina tenían variados tonos de sangre mezclada, colores que me cubrían entero desde las piernas, colores que corrían por mis muñecas como viñas desde los jirones de mis manos, despellejadas de remar toda la noche, negro, rojo oscuro y marrón…¨
Cada relato de El hielo en el fin del mundo es un motivo para preguntarse por qué demonios no se publica más literatura de este tipo. Cada página negra de cortesía de este volumen es una mancha en el catálogo de otra editorial. Apenas ciento cincuenta páginas necesita Mark Richard para destrozar el concepto de cuento, de relato, de historia corta, que tiene el mundo; y no sólo porque Harry Crews lo admirase, no sólo porque Larry Brown se colase en su casa, sin su permiso, para ver quién demonios era ese tipo del que se hablaba, ni siquiera porque Norman Mailer le diera en mano el PEN/Hemingway Foundation Award por este conjunto de relatos. Quizás tenga más que ver con lo de contar historias y que se te haga un nudo en la boca del estómago. O con ser un tipo duro de Louisiana. O con haber tenido una infancia difícil. O por todo a la vez.
Después de hacérmelo encima con la magnífica Volt de Alan Heathcock, la gente de Dirty Works nos trae una nueva excusa para sentarnos en la vieja mecedora del abuelo bajo el porche de entrada; cerveza en mano y escopeta en el regazo, vigilantes, por si alguna alimaña intenta colarse en nuestra propiedad, mientras pasamos las páginas una tras otra.