Hay una especie de cónclave del poder internacional, una logia al más puro estilo masónico (pero sin máscaras ni rituales sexuales, o al menos Angela Merkel lo disimula muy bien) que reúne una vez al año, a más de ciento veinte “personas” de primerísimo nivel en una ciudad cualquiera (o no) del mundo. Primeros ministros, presidentes de corporaciones bancarias y grandes empresarios o directivos de holdings de la comunicación. Los tres grandes poderes, vamos. Lo llaman El Club Bilderberg, no sé si le suena a usted. Sobre él existen un montón de teorías más o menos fundamentadas respecto a su naturaleza y al porqué del secretismo que le rodea, pues no se permite la entrada de la prensa a las reuniones (que suelen durar un par de días) y los asistentes pueden hablar una vez que estén fuera de lo que allí se haya comentado, pero tienen totalmente prohibido (tras firmar una especie de cláusula de confidencialidad), dar nombres de quién asiste o qué es lo que ha propuesto tal o cual persona, por aquello de salvar el culo. ¿Es en estas raves del capital donde se decide si la factura de la luz debe triplicar su precio todos los años? ¿Es esta gente quien reparte realmente el pastel o quien decide de qué ingredientes estará hecho? Cuando usted, que es un ciudadano crítico y un lector perspicaz como pocos, termine de leer El hijo del chófer, del escritor y ensayista catalán Jordi Amat, quizá tenga muy clara la respuesta a estas preguntas (si es que no la tiene ya).
Porque El hijo del chófer es una excelente crónica de la (re) construcción de un concepto de carácter geopolítico y económico más o menos difuso, el del Estado catalán, que se fue gestando poco a poco entre esos tres vértices del poder que le comentaba más arriba a mediados de los años sesenta (quizá la etapa más aperturista del régimen franquista, la del llamado desarrollismo socioeconómico, cuando la burguesía catalana, empresarios, financieros o economistas catalanes fortalecen sus redes de contacto con el régimen del dictador para, de esta forma y con su connivencia, blanquear capital y transformar dinero en divisas en lugares como Tánger, esa etapa en la que algunos de ellos, como el caso de la familia Pujol, se compran bancos donde depositan esos dineros, colocan a sus vasallos y familiares y desde donde acceder poco a poco al poder político que se vislumbrada tras la dictadura), que tuvo su culminación luego en la Transición (con la definitiva llegada al poder de Jordi Pujol en las primeras elecciones autonómicas y de Felipe González en las nacionales, o con la creación de una televisión autonómica catalana, TV3, en la que se invirtieron miles y miles de millones de dinero público y privado con el único objetivo de empezar a crear y a difundir una cultura propia y diferenciada, la catalana, y un modelo de país acorde a ciertos valores e intereses particulares y siempre en prime time) y que quizá esté viviendo en nuestros días su derrumbamiento como tal (con la deriva del Procés, los casos de corrupción, el desmantelamiento de los servicios públicos que tuvo lugar durante la crisis económica, etc…). Pero lo mejor será que lea usted El hijo del chófer y conozca de primera mano a Los Fraggle Rock de la política española y catalana de la Transición.
Para contarnos este periodo tan trascendental de nuestra historia reciente, Jordi Amat utiliza un estilo de crónica sobrio y totalmente objetivo, de pura investigación periodística e increíblemente documentada (¡pero increíblemente, créame!). La historia no cae nunca en la arbitrariedad o en el sesgo personal o ideológico, sino que, aun con un cierto tono de thriller político, el texto consigue huir de ese carácter novelesco que suelen tener muchas crónicas de este tipo y que hacen que la historia que se nos cuenta se convierta en lo de menos y entren en juego otros aspectos de carácter ficcional y realmente secundarios que le restan credibilidad. No es el caso de El Hijo del chófer y eso la convierte en una trepidante novela y en muchas cosas más.
Pero no solo por eso. Y es que la crónica de esta España nuestra lleva un principal y formidable hilo conductor que me he dejado adrede para el final porque es el mejor broche final: el de la figura de Alfons Quintá, el hijo de un tal Josep Quintá, que a su vez era el chófer del escritor Josep Plá, a la mesa del cual (del escritor) se fue gestando hasta su muerte toda esta maraña oscura de clientelismos, esta orgía del poder en la Cataluña pre-constitucional. Alfons Quintá es, efectivamente, El hijo del chófer. Alfons Quintá, un simple periodista. Un personaje siniestro, desquiciado, inteligente. Un zorro. Astuto y depredador como pocos. Sin moral, sin ética ninguna. Quintá, un chaquetero. Un ser vengativo y autodestructivo. Un personaje, este sí, que podría ser de ficción pero que, en realidad, se convirtió en uno de los más importantes e influyentes periodistas catalanes (y catalanistas) de la Transición, de ese germen de la Cataluña que hoy conocemos. Primer Delegado de El País en Cataluña, primer director de TV3, periodista radiofónico de enorme éxito, entrevistador, columnista, investigador periodístico…
Antes de hacerlo literalmente contra su última mujer y luego contra sí mismo, Quintá disparó contra unos y contra otros desde su privilegiada posición social en los medios. Se alió con unos y luego con los otros indistintamente, y así vivió, aprovechándose y siendo esclavo de los contactos que, desde muy niño, su padre (un simple comercial al que odiaba) fue consiguiendo sin tener que hacer nada, sólo por convertirse de forma totalmente azarosa, en el chófer del que, posiblemente, es el escritor catalán más importante del siglo XX, y que mantuvo estrechas relaciones con todo tipo de personajes influyentes de su época: Josep Plá. Quintá Jr., se apoderó de todo eso para fraguar una carrera llena de oscuridad y oscurantismo, reflejo de la política espoñola.
Alfons Quintá, el hijo de un chofer, es a la política de aquella época, lo que (PONGA AQUÍ EL NOMBRE QUE SE LE OCURRA) es a la nuestra. ¡Y que viva España!