Reseña del libro “El hijo predilecto”, de Yuko Tsushima
Igual que la guitarra que se deja reverberando tras la última canción del concierto, produciendo ruido mientras se asienta el polvo de la sala y la adrenalina pasa al cajón de los recuerdos, así este libro se queda zumbando en la cabeza tras volver la última página, incluida la explicación de la propia autora que recoge esta edición de Impedimenta, la primera en español de la segunda novela de Yuko Tsushima.
Diría que El hijo predilecto no se disfruta plenamente mientras se lee. Es un libro incómodo. La protagonista es una mujer de treinta y seis años, Koko, que se encuentra en un desasosiego permanente y parece no dar una a derechas. Tiene una relación tirante con su propia hija, Kayako, que muestra una marcada desafección por su madre a pesar de los recuerdos que esta evoca de su más tierna infancia y prefiere vivir en casa de su tía, en un ambiente más estable. Sufre por los hombres, con los que trata de manera tóxica, roto hace tiempo su matrimonio con el padre de Kayako, Hanataka, y sus relaciones con Doi, con el que pensó en formar otra familia hasta que embarazó a otra mujer, y con Osada, por el que se sentía atraída sexualmente y poco más. Y acude con desgana a su trabajo, en una gris tienda de instrumentos musicales en la que se dedica a impartir clases de piano de manera desapasionada y que le sirve para poco más que llegar a fin de mes. Un desastre en el Japón de finales de los setenta, una mujer sola que no es capaz siquiera de sacar adelante a su única hija y encima con un comportamiento indecente.
Así como escribí que Territorio de luz era una obra luminosa que a su vez resultaba terriblemente triste, El hijo predilecto podría considerarse su inverso. Asistimos a una descomposición de Koko que tiene algo de kafkiano, en tanto en cuanto se produce incluso una transformación física que será mejor no nombrar (aunque aparece en la cuarta de cubierta), y que recuerda al proceso de Gregorio Samsa en La metamorfosis. Es terrible, impactante, ver cómo la sociedad de la época, encarnada sobre todo en la figura de su hermana, da la espalda a Koko, repudiándola al mismo tiempo que no para de decirle cómo debería comportarse, y sin embargo no se termina de coger cariño a la propia Koko, cuyas aristas hacen difícil colgarle la clásica etiqueta de madre sufridora a la que bancar incondicionalmente. Pero esta es una novela que camina hacia la luz, a su manera, y una vez se desenreda su conversión llegan algunas páginas de infinita dulzura y un final tan rocambolesco como merecedor de aplauso.
Dice la propia autora en la coda ya mencionada, recordando el proceso de escritura y la recepción de la obra, que muchas cosas han cambiado desde su primera publicación en 1978, aunque otras muchas no. Quizá la función de una novela, escribe, sea observar qué aspectos cambian y cuáles no. Y, añado, que esa observación se quede como un ruido sordo que golpea contra las paredes de la cabeza al terminar la lectura, es uno de los síntomas de que se ha cumplido esa función.