El hombre en el olvido, de Christina McKenna
¿Pero cómo un niño a quien se le ha negado la infancia puede de pronto convertirse en un hombre?
Suele pensarse en aquellos a quienes les han robado la infancia como en adultos prematuros, hombres que nunca fueron niños. El hombre en el olvido demuestra que, de no mediar el milagro que les redima, lo que no son los hombres a los que les robaron la infancia es adultos, adultos completos, hombres completos. Ni niños, por supuesto. Christina McKenna nos regala la impactante, dura y hermosísima historia del disfuncional pero entrañable Jamie McCloone, un personaje inolvidable de cuya mano sufriremos, reiremos y leeremos atropelladamente en ocasiones por la necesidad de saber lo que va a ocurrir, rezando (o lo que proceda) por que sea bueno y confusamente en otras como corresponde a unos ojos arrasados por las lágrimas que necesitaron llorar unos niños que no lo fueron y que no siempre pudieron hacerlo.
El hombre en el olvido narra la historia del hombre que trata de ser Jamie McCloone y del niño que nunca fue, una existencia que sólo es completa en la experiencia del lector, quien suma a Jamie, Lily y los demás personajes de esta magnífica obra a esa incierta galería de seres queridos que todo lector construye a lo largo de su vida que, pasado el tiempo, no sabría decir si recuerda de haberlo leído o de haber compartido con él una pinta en donde Flojo o, qué se yo, un bocata de calamares en la Plaza Mayor.
Christina McKenna se revela como una magistral constructora de personajes, los que retrata en profundidad por la profundidad con que los retrata y los que apenas se esboza porque lo hace con tal verosimilitud y maestría que quedan perfectamente dibujados y desempeñan su papel en toda su magnitud, dándole a la historia todo lo que ésta precisa de ellos. Maneja otras herramientas con similar competencia, el humor principalmente ya que aunque parezca mentira hay momentos en esta obra en los que uno se ríe y mucho, y la dosificación de los hechos, perfecta, que logra milagros como momentos trepidantes dentro de un ritmo de esa apacibilidad tan irlandesa o que detalles que parecen triviales se vuelvan fundamentales cuando la historia les hace cobrar sentido. Porque todo adquiere sentido en su momento oportuno, y lo hace conforme a lo anteriormente leído, sin trampa ni cartón.
El hombre en el olvido discurre entre dos tiempos, el del hombre que no lo es del todo y el del olvido que lo es aún menos. Porque lo que Jaime McCloone quisiera olvidar, su noinfancia en un orfanato religioso, en un terrorífico orfanato religioso, para ser exactos, no podría olvidarlo así viviera cien años de felicidad. Ni podré olvidarlo yo, ni usted tampoco si lo lee. O si se lo cuentan. No sé hasta qué punto la sociedad irlandesa ha hecho el necesario ejercicio de reconciliación con su propio pasado que necesita para digerir lo que ocurrió con los huérfanos (y los “hijos del pecado”, concepto horrible en sí mismo) en instituciones como hospicios, escuelas industriales y lavanderías de Magdalena en los que tras un trampantojo caritativo y bondadoso se desarrolló un negocio tan cruel como rentable, inhumano en todo caso y sostenido en el maltrato, el abuso, el hambre y el frío. Instituciones especializadas en el más imperdonable de los latrocinios: robar la infancia. Christina McKenna lo denuncia, pero conjuntamente con Jamie McCloone lo que consigue es mostrar no sólo el horror, sino sus efectos secundarios, sus consecuencias aun muchos años después, aun después de conocer la felicidad. Tal vez eso sea lo mejor de El hombre en el olvido, su condición de puerta abierta si no a una existencia homologable a la de cualquier adulto que no haya pasado por el trauma de estos huérfanos sí a otro tipo de felicidad. A otro tipo de alegría. A otro tipo de compañía. A otro tipo de amor.
La infancia que no tuvo acosa al adulto que no es Jamie McCloone cuando pierde a la familia que lo adoptó, que lo sacó del infierno. Con sus atrabiliarias herramientas de hombre rústico e incompleto, Jamie trata de encontrar el calor familiar que necesita buscando una mujer de la que lo único que desea es la compañía, pero lo hace tan mal, de un modo tan trágicamente cómico que es inevitable que en sus desventuras no vaya armado únicamente de su media lengua y su proverbial inocencia, sino que lleve a la batalla no poca parte del corazón del lector que sufre, se ilusiona, se decepciona, se libera y se angustia con él. Y con Lydia, la parte femenina de la historia cuya infancia, si no robada, si fue al menos diluida en la sopa indigerible de fanatismo y falta de alegría que, Elizabeth, su no menos indigerible madre y su padre, el reverendo Perseus Cuthbert, cocinaron para ella en lugar de pasteles y colores con los que decorar su niñez.
Jamie no tiene buenos recuerdos, pero tiene buenos amigos. Paddie y Rose, fundamentalmente. No obstante eso no es suficiente. Tras la muerte de su tío Mick, Jamie necesita una familia, y sus amigos tratan de ayudarle a conseguirla convenciéndole de que conozca a una mujer a través de un anuncio en la prensa, en el Mid-Ulster Vindicator, y así conoce al otro alma solitaria de El hombre en el olvido, Lydia. Los amigos no lo tienen fácil, Jamie no es muy guapo ni muy listo, cuando se ducha se alegra porque eso implica que no tendrá que cambiarse de ropa interior en un mes o mes y medio, pero es bueno, tanto que no conciben que quererle no le resulte a cualquier buena mujer tan natural como a ellos. El resto hay que leerlo, ni me perdonarían a mi que se lo revelara ni se perdonarán a si mismos si se lo pierden, créanme. Jamie es un regalo y estamos en época de regalos, aunque el verdadero regalo no es el libro, sino la posibilidad de decirle al protagonista al cerrarlo: “Jamie, tranquilo, no eztás zolo.”
Andrés Barrero
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