El hombre que plantaba árboles, de Jean Giono
Lo sencillo. Eso que olvidamos, pero que está ahí. Lo que espera a que nos demos cuenta. Una palabra, una historia, un cuento convertido en realidad. Lo sencillo. Que se pega a nuestro cuerpo y no nos abandona. Pero a lo que no hacemos caso. Miramos para otro lado, nos complicamos la existencia, nos absorben las preocupaciones. Y nos quejamos, nos preocupamos, es decir, nos ocupamos antes de tiempo, antes de que haya sucedido nada, como si nos importara más el mañana que el hoy. Lo sencillo. Que avanza a paso lento, pero que avanza. A lo que no echamos una pequeña mirada, al detalle más nimio, a lo que de verdad cuenta. Un simple color, un sonido apenas audible, una letra que unida a otras forman un cuento. El hombre que plantaba árboles es lo sencillo, construido de tal forma que se convierte en algo delicioso, en un manjar que se saborea, que termina rápido, pero que en realidad permanece mucho, quizá todo, durante tanto tiempo que es de visita obligada una segunda, puede que una tercera, y también una cuarta vez. Es lo sencillo, eso que importa, lo que recuerda a viajes pasados, lo que nos descubre que no hacen falta grandes aspavientos para convertir algo en enorme, en vivo, en respiración entre tanta contaminación, en lo claro que aparece después de la oscuridad. Es lo simple, lo que se encuentra agazapado, lo que devuelve la sonrisa, quizá la esperanza perdida, ese camino que nos lleva a un final que saludamos con una sonrisa, con media sonrisa, con la sonrisa pícara de un niño que ha disfrutado con el juego, que ha sabido pasárselo bien. Es lo sencillo, lo que importa, lo que de verdad se queda. Es así, esto es así, como la vida que cuelga, que se balancea, pero que no se disipa nunca, agarrándose a nosotros como si no hubiera nada más importante.
Sucede que, en numerosas ocasiones, yo me siento a leer en una terraza para tomar un café. Y sucede también que, mientras ese café va desapareciendo de la taza, yo voy viéndome inmerso en la historia que me cuenta un libro. El hombre que plantaba árboles no fue una excepción. Con el sabor amargo de un café demasiado cargado, fui recorriendo la historia que guarda esta novela de Jean Giono con esa sensación de encontrarme ante algo importante, ante una palabra que no había pretendido toparme, ante un regalo que alguien, algún día, me recomendó y que yo pasé por alto. Así es como me sentí al ir desentrañando la historia de un hombre, Elzéard Bouffier, que dedicó su vida a plantar árboles, los años a verles crecer, y la muerte a ver cómo su obra se había convertido en algo distinto, en algo más grande, que influía en todo lo que la rodeaba. Sí, puede parecer a los ojos de los lectores que estamos ante una historia sencilla, y en el fondo lo es. Pero si uno va ahondando más en las implicaciones que puede tener verá cómo lo que refleja esta historia, este pequeño cuento, convierte a quien lo lee en alguien que ha encontrado algo especial. Puede que sea por la facilidad con la que el autor nos describe las situaciones, puede que sea porque lo que se lee encierra algo, no sabemos qué, pero en cualquier caso algo tan bello que es imposible no sentirse tocado, casi arañado por la sensación de esperanzadora compañía, como si estuviéramos ante un amigo que reconforta el peor de los momentos. ¿Puede un libro cambiar en algo la vida de alguien? Puede, y este libro lo consigue.
Mención aparte, porque la merece, es la delicada edición de Duomo Ediciones que, junto con las imágenes de Jöelle Jolivet, transforma una lectura en experiencia visual. Y qué decir de las dos escenas en pop – up que se nos regala a los lectores, dos visiones diferentes de una misma realidad, que descubren que el paso del tiempo no significa siempre la decadencia, el dolor, la sequedad del ser humano, sino todo lo contrario. Una perfecta combinación de lectura y disfrute la que se nos ofrece, más allá del simple paso de nuestros ojos por las letras. Se reposa, se cierran los ojos, tras el punto y final que nos devuelve a la realidad, y entendemos que algo ya es distinto, que con esta pequeña historia nos hemos converitdo en otra cosa, en algo que no nos imaginábamos. Puede que sea yo, quizá las circunstancias, pero en cualquier caso algo se ha movido, ha virado de dirección y me ha llevado a otro sitio, creo que mejor, porque aunque el café que estaba tomando mientras lo leía estuviera amargo, la sensación en mi garganta ha sido la del dulce caramelo que aliviaba la inflamación y me tranquilizaba durante todo el día. Sólo por eso, quizá, ya mereciera la pena echarle un vistazo.
Siempre es agradable,la frase esperanzadora y reconfortante de una buena lectura
Me llevo tu reseña a mi blog. La enlazo en mi entrada, para qué hacer lo mismo dos veces si la primera está genial.
Saludos