Reseña del libro “El hombre que se enamoró de la luna”, de Tom Spanbauer
Una de las cosas que más me fascina de la literatura suele tener lugar cuando estoy a punto de ahogarme en el asco que me produce la banalidad literaria actual, esperando que alguien levante las aguas o venga otro diluvio universal para arrasar con tantos gilipollas con nuevo libro, y entonces aparece una lectura como esta. Y entonces, esa novela, como si fuera el faro de Alejandría, se convierte en un catalizador gigantesco de otras cosas que sucederán a partir de ese momento y que, habitualmente, poco o nada tienen que ver con los libros. La sensación dura lo que dura, eso es cierto. Pero me permite seguir creyendo en el poder inconmensurable de los buenos libros (al menos hasta que se desate la siguiente tormenta, que no suele tardar en ocurrir y que parece que esta vez podría descargar a finales del mes de mayo y no precisamente en la Feria del Libro).
Esto que digo también suele estar casi siempre relacionado con William Faulkner porque uno vuelve a Faulkner constantemente como lo hace a la teta un lactante, ya sabe usted. Como si no hubiera bares y drogas (y buenos psicólogos) ahí fuera, ¿verdad?…
Pero no. Esta vez no fue Faulkner.
Esta vez ocurrió al encontrarme (mientras escuchaba una entrevista al escritor Chuck Palahniuk con motivo de su última visita a España) con el concepto de escritura peligrosa.
Esta definición, luminosa y perfecta sobre lo que debería significar escribir, fue creada hace décadas para sus talleres de escritura por el maestro de Palahniuk (y también de Amy Hampel, entre otros): el también escritor norteamericano Tom Spanbauer.
¡Voilá! -me dije.
Porque, a ver: esto va del poder y la fuerza que tiene escribir desde el interior más absoluto y más oscuro del ser. De narrar lo que está oculto, lo que más duele o avergüenza, lo que permanece siempre, el tema de los temas, lo que puede matar o ponerle a uno en peligro. Aquello que, sin embargo, es lo único, lo real y auténtico en nosotros. Y hacerlo, además, con el cuerpo como protagonista, con los cinco sentidos. Y sin parapetos. Sin juicios. Exponiéndose (y exponiéndonos a los lectores). Desnudándose, pero sin sentimentalismos ni parafernalias de esas que usted ya sabe. Y con violencia, crudeza y honestidad.
Leer algo así, joder… Y todo el rato.
Vivir peligrosamente.
Uf.
Búsquelo usted en internet (debe haber cientos de notas y artículos al respecto pululando por la red) y luego piense en lo último que haya leído así…
¡y entonces apriete el gatillo!
(Jajaja)
Bueno.
Quizás para entonces, igual que yo, se haya usted encontrado definitivamente con El hombre que se enamoró de la luna, la novela más famosa de Spanbauer, escrita en 1991 y reeditada este año en España por Literatura Random House. Y quizás también para entonces, lo de vomitar sobre una mesa de novedades le parecerá a usted un ejercicio de pura justicia social. Quizás hasta salga el sol, las olas se acompasen alrededor de usted, salten delfines por encima de su cabeza y las sirenas le hagan cosquillitas (tiqui-tiqui-tiqui) en las partes más reblandecidas y necesitadas de su desgastado cuerpo…
Uf (otra vez).
Y así, podríamos estar hasta el final.
Un poco a la deriva, pero con El hombre que se enamoró de la luna sentado justo al lado.
Pienso que es imposible olvidarse de una lectura así. Jamás. De sus personajes (indios y vaqueros bisexuales, violentos asesinos, extraños forajidos, buscadores de oro, prostitutas y radicales mormones) de sus paisajes fronterizos y legendarios, de sus mágicas enseñanzas y de su bella e hipnótica propuesta sobre el lenguaje. Entonces pienso (otra vez) que si yo fuera pedagogo (todavía) y usted uno de esos padres angustiados y ensimismados de hoy en día (como yo), le recomendaría leer esta novela por el bien de la educación de su prole (y la de la siguiente generación de bosques, al menos).
Porque este es un libro único.
Único para reflexionar sobre la búsqueda de la propia identidad.
Y sobre cómo son nuestras relaciones de apego. Con la naturaleza salvaje que nos rodea y nos habla, y con los seres que nos cuidan. Que también nos hablan.
Con nuestra tribu, sea esta la que sea.
Sí. Este es un libro (único) para pensar en esas cosas.
En cómo es el amor verdadero (sí, este es un libro muy romántico también).
Y, por supuesto (y solo por esto no debería perderse este libro), esta novela es un honesto, profundo, brutal y bellísimo manual de iniciación a la sexualidad más natural (¿existe otra?) y no es apto, por lo tanto, para seres castos y de recia e impresionable moral. (Puagg).
En definitiva, esta es una novela despojada de todos esos dilemas morales, económicos, políticos, sexuales y religiosos o de otro tipo que nos aplastan desde que nacemos y no nos dejan descubrir (y aceptar) que, en realidad, todos estamos enamorados de la luna.
Para contárnoslo tenemos una historia fabulosa (en el sentido más amplio de la palabra) que ocurre en algún lugar casi irreal del Idaho de 1880. Y allí aparece un tal Cobertizo, un personaje absolutamente increíble, también llamado Afuera-en-el-Cobertizo, o Eh-Tú, o Ven-Aquí-Chaval. Nada más que un niño, un ser humano quebrado por un terrible suceso, mitad indio, mitad tybo, que busca entre magníficos decorados del lejano oeste las huellas de su violento pasado, que son también las de su madre. Cobertizo será criado por una prostituta (¡otro personaje descomunal!) que regenta un hotel del diablo y que además fue alcaldesa de Excellent, y descubrirá el sexo (el niño, digo) y otras muchas cosas mientras se enamora del que podría ser su padre, un singular forajido (joder, y tan singular), llamado Dellwood Barker y al que llamaremos El hombre que se enamoró de la luna.
Con esto (que no es más que otro torpe y lamentable resumen), creo que está todo dicho.
Ahora le tocaría a usted.
Lo de vivir peligrosamente, digo.
Piénselo.
Quizás no hay otra forma de hacerlo.
Y ni tan mal.