A veces pienso si de verdad se puede ser un escritor, digamos, mínimamente original cuando se escribe desde esas plácidas praderas vitales con ardillas y montañitas nevadas que ahora llaman “zonas de confort” (y que en esto de escribir tienen que ver, básicamente, con poder abrir la nevera un martes cualquiera y sacar un vino japonés bien frío importado de Tokio o de El Corte Inglés).
Pienso en esto a veces. Si, para escribir con autenticidad y hacer que usted y yo nos revolvamos en el sillón de dolor o deseo, no hay que estar quizás un poco mal de la cabeza. O un mucho. Si basta solo con tener imaginación, con haber hecho muchos cursillos guachis de escritura (aunque se tenga luego El Quijote a medio terminar) o si, por el contrario, hay que ser un alma extraña, difusa, un doliente peligroso e imprevisible que no tiene donde caerse muerto. Si no será mejor escritor alguien lleno de tantas contradicciones como deseos incumplidos, una carne de fracasos y de terrores con patas. De mucha, pero mucha soledad y angustia. ¿No habría que haber matado a alguien antes de ponerse a teclear? No sé si, en resumidas cuentas, se hace de verdad imprescindible y necesario que, para contar historias con la pulsión de estar jugándose la vida, se tenga que llevar por dentro una marca terrible, una de esas parecidas a las que suelen hacerle a uno cuando solo es un crío, esas que obligan, se quiera o no, a asomarse al mundo desde otro sitio mucho menos fotogénico. Esas marcas que le convierten, finalmente, en una persona diferente. En un outsider. Una mutación humana y llena de abismos exóticos que se hacen irresistibles, interesantísimos de recorrer leyendo (y si es posible, entrelíneas). Le diré que yo no sé muy bien qué pensar al respecto de todo esto, pero eso no importa una mierda. Porque aquí estamos hablando, en realidad, de Eduard Limónov o de alguien que dice serlo. Un auténtico hijo de puta que escribía como un caníbal de bien. Oskar. Édichka. Un perdedor. El hombre sin amor.
Limónov es, sin duda, uno de los escritores más controvertidos que han existido, no sólo en Rusia, sino en toda Europa en el último tercio del siglo XX. Ahí están sus textos (y sus andanzas). Y no voy a entrar a comentar nada sobre esa explosiva vida público-privada porque seguro que pronto nos la contarán en Netflix mucho mejor, (mejor incluso de lo que lo hizo Carrère en su libro sobre el susodicho), aunque solo añadiré que nunca antes la ficción y la realidad se habían parecido tanto, ni se habían atraído de esta forma.
Limónov es un escritor visceral, egoísta, sórdido, provocador, inmoral, salvaje… pero es real, joder, aunque su literatura no es apta para todos los públicos. En El hombre sin amor, los amigos de la editorial Fulgencio Pimentel han recogido ocho de los mejores relatos que el ruso escribió a finales de los años ochenta y principios de los noventa en sus correrías existenciales (y perversas) en busca del amor y la vida por las calles y barrios de Nueva York, París o Londres, y que fueron escritos en la capital francesa y publicados en ediciones nacionales de revistas como Rolling Stone o Playboy durante todos esos años. Lo acompañan, para mayor disfrute, de un revelador ensayo de Tania Mikhelson titulado Corpus L que versa sobre las experiencias vitales y las ideas más importantes que conforman el esqueleto filosófico del excéntrico autor ruso y cómo se funden y aparecen de alguna forma a lo largo de toda su producción literaria. Casi ná.
En estos cuentos, cocinados con brutalidad y lirismo, nos encontramos con un Limónov plagado de altibajos, atrapado por el alcohol y las drogas, envuelto en realidades sórdidas y surrealistas, pero también frágil, profundo y melancólico, culto, romántico y esperanzado como pocos. Un solitario. Un ser peleado con el amor, sí, pero que late sin mesura y que a veces nos parece incluso de mentira. Los cuentos están narrados en primerísima persona (aunque la narración adopte en ocasiones una extravagante y particular tercera persona para referirse a sí mismo, como un mirarse extrañado y desde fuera), y el sexo es la punta de lanza de todos ellos, la verdadera obsesión de un ser humano que quiere ser trágico, un Paris en busca de Helena y que observa el mundo con despecho y suficiencia y necesita follar a todas horas y con quien sea para canalizar su dolor y aplacar su locura. Follarse al mundo. Vengarse. Hacer las paces con él y consigo mismo. Vivir y morir a la vez. Ser un clásico con Troya ardiendo.
La homosexualidad, la religión, la prostitución, el nazismo, el pasado, la sociedad neoliberal, la niñez, la relación materno-filial, las relaciones de pareja, la promiscuidad, la mentira o la juventud, junto con fantásticas estampas de la sociedad urbana de la segunda parte de los años ochenta, son algunos de los elementos que encontrará usted en este formidable compendio de los relatos de Eduard Limónov. El hombre sin amor pisa con pie firme y violento sobre cada uno de estos temas, destrozándolo todo, claro, pero dejando un reguero de sangre y una visión particularísima del mundo y del amor (y el desamor).
En estos tiempos de lo políticamente correcto, yo le recomiendo este subversivo e insultantemente magnífico libro de relatos. Y también le pediría una cosa más: que lo cuente usted luego en el bar (si es que consigue entrar en alguno) y que le diga, a quien quiera escuchar, que se cuide un poco más, maldita sea, y que deje de una vez por todas de comer tantísima basura.