La memoria es un artilugio caprichoso, que en muchas ocasiones no sabemos por qué guarda lo que guarda en sus cajones y tira a la basura cosas igual de importantes. Ocurre con la individual y se magnifica con la colectiva, con la memoria general que comparten los grupos de individuos. Por supuesto, no es ajena a ello la literatura, que de tan infinita termina siendo como una alfombra que se deshilacha eternamente y no para de dejar atrás la mayoría de sus hebras.
This Sporting Life tuvo un éxito considerable en Reino Unido cuando se estrenó en cines en 1963, bajo la dirección de Lindsay Anderson. Era el cierre a una época, el testamento perfecto de los años oscuros que precedieron a la llegada de los Beatles y al auge de una clase media urbana y cosmopolita. This Sporting Life, la novela en la que se basaba, había sido a su vez la primera piedra en el que sería el brillante camino literario de su autor, David Storey, alguien que llegaría a ganar el Booker Prize en 1976 por Saville. Para que se hagan una idea, en aquella misma década V.S. Naipaul, John Berger, Iris Murdoch y Penelope Fitzgerald ganaron ese mismo premio; y sin embargo, si no me equivoco, ninguna de las obras de Storey estaba disponible en castellano hasta que ha llegado El ingenuo salvaje, la traducción que hace Impedimenta de This Sporting Life utilizando el título que se dio en su día a la película. Los cajones de la memoria colectiva, ese gran misterio.
Su historia, de inicio, parece sencilla: el protagonista, Arthur Machin, hijo de un humilde ferroviario, es un tornero que trabaja en la fábrica Weaver y vive en casa de la señora Hammond, una viuda joven con dos hijos. Con tenacidad y ciertos contactos, se las arregla para conseguir una prueba en uno de los mejores equipos de rugby de la región, entre cuyos propietarios se encuentra el propio señor Weaver. Después de cuatro partidos brillantes con los reservas, le ofrecen un contrato profesional con el primer equipo y, con ello, una mejora sustancial de su nivel de vida. Machin se ve de pronto invitado a las grandes fiestas de los dueños del equipo, conduciendo un coche de gama alta e invitando a Hammond y a los niños a restaurantes finos. Pero también llegan los problemas: sentirse señalado por la calle, agobiado por los cotilleos sobre su relación con su casera, tratado como un mono de feria por aquellos que solo lo ven como un tarugo deportista.
El ingenuo salvaje refleja perfectamente el ambiente gris y opresivo de la posguerra británica y una sociedad machista y desigual en la que no existían prácticamente ascensores sociales. Lo que no es, eso sí, es una novela sobre rugby. Hace un retrato interesante de las dinámicas de poder que lo rodeaban y de cómo eran los primeros años en los que se cobraban ciertas cantidades por jugar, pero las escenas de juego escasean y no son de las más brillantes.
La verdadera fuerza de El ingenuo salvaje está es la colisión de mundos: las profundidades de la fábrica frente a los cielos de la clase alta, la gloria y la fama frente al anonimato. Tratando de asirse a los dos lados mientras tiran de él en direcciones opuestas, Arthur Machin quedará destejido y se convertirá en un hombre atormentado e incluso violento fuera del campo de juego. Un héroe que nunca ha tenido claro que quisiera serlo pero que tiene que enfrentarse a la ignominia de dejar de representar ese papel y volver a los infiernos.