Reseña del libro “El instituto Topeka”, de Ben Lerner
Pues como no sé muy bien de qué forma arrancar esta reseña creo que voy a hacer como Lerner. Voy a ir hacia atrás, a la prehistoria. Al origen. (¿Las causas? Sí, posiblemente). Bien, pues esta mierda presuntuosa y lacrimógena (yo no quería, en serio) que viene a continuación, la escribí hace unos quince días en alguna maldita red social:
«Vale: partiré del hecho incontestable, evidente de que ando bastante aplastado últimamente por todo lo que, por unas u otras razones y circunstancias sobrevenidas (o no tanto) le está cayendo encima (y a la vez) a mucha gente que quiero, y quizás por ello (pero quizás no solo por ello) podría llegar a parecer(me) ingenuo y melancólicamente exagerado decir(me) que, literalmente (¿de qué otra forma si no?), he sido abducido por un estilo narrativo y una historia tan fosterwallaciana (en el caso de que se escribiera así) del mundo como nunca (después de él, claro) había vuelto o, mejor dicho, había creído que volvería a leer. Y aunque, para mayor inri de mi confusa incontinencia emocional actual, estemos al principio del principio del nuevo año y solo lleve ciento…(espera, que lo miro bien): ciento veintitrés páginas de auténtica terapia de reconciliación/comprensión/aceptación/descubrimiento de no sé qué parte de mí y del mundo del que vengo/al que voy con este libro, es posible que El Instituto Topeka sea (ojalá me tenga que comer mis palabras pronto, aunque ojalá no), solo digo que es posible que lo sea, el mejor libro que leeré en muchísimo tiempo».
Bueno. Pues quizás sea desde este punto desde donde alguien como yo, que nació el mismo año que Ben Lerner, el autor, podría explicarle (un poco) a alguien como usted lo que significa una novela como esta, que habla de la pre-historia de la historia más reciente (de la mía, pero también de la suya). Para mí, por encima de todo, El Instituto Topeka es, sin duda, un libro generacional. Pero mi opinión, como usted sabe, no vale para (casi) nada aquí.
Y entonces pienso en el final de los noventa, el fin de siglo y del mundo y toda esa vaina. 1997 es el año en el que se desarrolla la historia principal de la novela (aunque no es el único, porque recuerde que todo tiene un origen y así hasta el infinito negativo). 1997 es el año en el que Ben Lerner, Adam Gordon (el protagonista) y yo éramos unos blanquitos pajilleros destartalados y estábamos a punto de abandonar el nido, de ir a la Universidad. Promoción del 97, menuda cuadrilla. Los que creíamos (porque así se encargaron de contárnoslo) que el mundo estaba a nuestros pies y que todo era posible (¿no es así como se dice todavía?) ¡Sí, joder! ¡El estado del bienestar! Eso que nos habían regalado nuestros viejos a base de palos y de horas extras ya estaba funcionando a pleno rendimiento. Y luego estaban las tiendas de ropa, de discos, las librerías, los cines y los bares…El fantasma de Margaret Thatcher abriéndose de piernas para todos nosotros. ¡Clinc-clinc y zas, hasta el fondo! Y qué decir de las multinacionales, con sus open rooms de pacotilla y sus departamentos con zulos de dospordos. Mundos alienantes que bien podría haber fabricado la factoría Disney se reproducían delante de nuestros ojos como setas mágicas alucinógenas mientras unos cuantos hijos de puta se frotaban las manos y gritaban nuestros nombres desde la ultratumba de un futuro imperceptible y más que aburrido. (¿Por qué coño te suicidaste, Foster Wallace?)
El caso es que en medio de aquel baile de máscaras se estaban abriendo unos cuantos agujeros negros. Uno en la atmósfera terrestre y otro, más palpable, en nuestros propios estómagos de niños sobreprotegidos. Un vacío que algunos/as de mis coetáneos fueron llenando con odio, soledad y pastillas para dormir y otros/as, como en mi caso, también de rock and roll y de novelas de Dostoievski, que son dos cosas que podrían ser la misma.
Entonces, un día llega eso que Lerner describe magistralmente en la novela como el arrollamiento (¡qué pedazo de concepto!) y que hoy ha devenido quizás en otras cosas más sutiles como las fake-news. El arrollamiento es una técnica perversa de la oratoria concebida para la victoria, y consistente en crear una realidad desde un lenguaje manipulado, artificial y vertiginoso, un lenguaje que arrolla todo a su paso, incluida la verdad, signifique esta lo que signifique. En la novela, en los noventa, esto se pone en práctica en concursos escolares de discusión y en los que Adam Gordon es siempre el mejor. No obstante, con el paso del tiempo, lo importante ya no será lo que se dice y su audaz argumentario, sino cómo se dice y cómo de rápido se dice; la clave será avasallar al adversario con muchas mentiras sin posibilidad de refutación, imponer mi mensaje a toda pastilla y pasar a otra cosa. Y todo a lomos de la emoción, de un sentimiento de falsa cercanía y pertenencia que se consigue también con el propio lenguaje. La perversión. La prehistoria de la posverdad, supongo que se hace usted una idea.
Nota: (De hecho, existe un brevísimo y casi imperceptible hilo de la historia magistralmente creado por Lerner para relacionar el origen del Trumpismo con la figura (ficticia, claro) de Peter Evanson, el siniestro joven que adiestra en el arte del arrollamiento al bueno de Adam Gordon y que, con el tiempo, será el futuro asesor político de determinados representantes políticos destinados a gobernar la América del futuro. Supongo que ya sabemos quién puede ser Iván Redondo.
¿Es o no es esto la puta prehistoria? ¿¡Y no le parece a usted patética?
Unos pocos años después, justo tras el 11-S, llegaría finalmente hasta nosotros el verdadero arrollamiento: Bin Laden, el marketing estratégico, la Fox, Bankia, los extranjeros, los patriotas, los chillones televisivos, los podcasts…y así hasta llegar al día de hoy. Al asalto del Capitolio (y al del Ayuntamiento de Lorca).
Porque la pregunta que debemos hacernos cuál es, en realidad. ¿La de si viene antes la historia que el relato de dicha historia? ¿Y no estará ocurriendo al revés? ¿Y qué pasa con nuestra propia historia? ¿Quién cojones la está contando/creando?
Creo que Berner tiene estas cosas muy claras y en torno a este tornado conceptual (de la portada) gira toda la novela. Porque siempre hay un origen, y sería verosímil que fuera este. El de la perversión del lenguaje y la obsolescencia programada de nuestra felicidad. Porque ahora todo se puede explicar de otra forma. Absolutamente todo, incluidas las mentiras. Incluso la guerra se nos cuenta como un acto de paz. Y si no, que se lo digan a Orwell (“la guerra es paz”). O al amigo Joe Biden.
Por tanto, esta fabulosa y exigente novela que me ha atrapado para los restos, es la luminosa (y melancólica) narración de la prehistoria reciente de nuestro mundo, de cómo se han configurado ciertas cosas con las que nos tomamos el café cada mañana. Berner nos cuenta el origen del mal con audacia e inteligencia descomunal, con un estilo brillante y un asombroso dominio de las técnicas narrativas. Topeka, Kansas. Un lugar como otro cualquiera y un momento indeterminado del pasado donde la palabra verdad cambia varias veces de significado. El relato, el origen, a su vez, de una generación (que es la mía) arrollada, aniquilada por una verdad que era, simplemente, una gran MENTIRA.
Por lo tanto, ya solo queda esperar. Esperar a que un día alguno de mis hijos (si es que yo sigo por aquí y ellos me vienen a visitar los domingos al bar) me pregunte qué coño hicimos con el mundo los de mi generación. Creo que eso significaría, al menos, una cosa muy interesante: que él, más valiente, menos dependiente emocionalmente, no le haría nunca a los suyos lo mismo que otros hicieron con nosotros y que luego hemos replicado con ellos. “A este mundo le quedan dos generaciones-me dijo una vez un amigo-. Ya lo verás. Tus hijos y los míos lo van a poner todo patas arriba”.
(Seguiremos esperando ese momento aunque ojalá no se esté refiriendo al día del asalto al Capitolio).
Y claro, ahora, perdóneme, es inevitable que se me venga a la cabeza una canción de los Manic Street Preachers. Esa que habla de no tolerar ciertas cosas, no sé si usted la conoce. ¿De verdad la escucha también en su cabeza? Pues quizás deberíamos dejarla sonar, terminar aquí esta extraña reseña y, qué se le va hacer, salir ahí fuera a seguir forzando sonrisas.
Dentro música.
Holes in your head today
But I’m a pacifist
I’ve walked Las Ramblas
But not with real intent
And If you tolerate this
Then your children will be next.
Bien, pues esto no es más que otro relato (aunque yo lo disfrace de reseña).
Uno cualquiera.
Pero podría ser todo mentira.
Añadiría, si usted me lo permite, que El Instituto Topeka es una auténtica obra de arte de la literatura contemporánea y que puede que algún día se convierta en un clásico moderno.
Pero quizás también esto sea falso e interesado.
Por lo tanto, es a usted y solo a usted a quién le corresponde desentrañar la verdad.
Hágalo. Por mi bien. Por el bien de todos.
(Yo es que ya no me fio ni de mi padre).
Esta reseña sí que es una obra de arte… Y punto.