Reseña del libro “El jardinero, el escultor y el fugitivo”, de César Aira
Los que me hayan leído ya alguna vez por aquí sabrán que me es imposible dejar de contar las cosas que me pasan o las cosas en las que pienso durante la lectura del libro en cuestión. Y claro, siempre hay algo. Aquí me es inevitable hablar de lo que pensé justo cuando empecé a leerlo, y es que empecé a darle vueltas (me daba rabia porque yo lo que quería era leer el libro) a la idea de que aunque todo se esté moviendo a tu alrededor (en mi caso: personas que se van bruscamente y personas que entran o regresan de la misma forma, entrevistas de trabajo, algún que otro percance físico) siempre hay algo, un momento al día, un objeto (el objeto perfecto, que diría Eco) hecho de papel que te ancla, que te ofrece la paz que quizá en lo de afuera en ese momento no hay. Y fue reencontrarme con César Aira y notar justamente eso: casa. Creo que solo por ese motivo ya vale la pena darse a los libros, aunque imagino, claro, que cada uno lo notará con lo suyo. Pero aquí hemos venido a hablar de libros, ¿no? Así que empecemos. Como digo, César Aira ha vuelto, con ese gran Premio Formentor bajo el brazo, y ahora nos trae, de la mano de Alfaguara, este El jardinero, el escultor y el fugitivo.
Es difícil decidir si lo que nos encontramos aquí son tres relatos distintos o una novela en tres partes. En un principio todo hará indicar que son tres relatos, pero a medida que vayas avanzando en su lectura irás viendo conexiones, notarás (quizá sin ningún argumento de gran peso) que esas tres historias están conectadas. ¿Cómo? Pues la verdad es que no lo sé.
En El jardinero nos encontramos a un escritor consagrado, de ya cierta edad, que vive en una gran casa, con un jardín enorme y que cuenta con un jardinero de confianza a quien incluso le va leyendo los avances de sus proyectos de escritura; de quien se fía, en quien tiene depositada una gran confianza. «El lector que me inspiraba y para el que escribía». Hasta que un día el jardinero se deprime, o eso cree él, porque es el único de la familia que le nota la enfermedad. Y entonces decide buscarlo por el jardín, y es tan grande el jardín que se pierde, y otras veces se encuentra. Y en ese perderse y encontrarse piensa, y esos pensamientos son los que crean el relato, y tú vas subrayando cosas y no sabes muy bien por qué, pero lo que está claro es que te gustan. Eso es César Aira.
Pero la cosa sigue, y entonces pasamos a otra historia, la de El escultor, en la que un escultor de la Grecia clásica, consciente de que vive en una época que es y será la Antigüedad para siempre, se da cuenta de que su mejor aprendiz sufre depresión. Y quiere investigar el porqué, saber qué motivos ha podido tener su asistente para «infectarse» de depresión. Por todo ello, decide emprender un viaje para hacerle la consulta al oráculo. Ese malogrado viaje (con, debo decir, mucha teoría de la ficción colada por en medio) será el grueso del relato. Y ahí estaremos nosotros para disfrutarlo.
Y llegamos a la última historia, El fugitivo, en la que un hombre cualquiera se ve en un momento plano de su vida. Quiere algo, que por lo que vemos parece ser la voluntad de ser perseguido, y entonces piensa (otra vez, como todos) en cuál sería la forma más eficaz para su situación y su persona a partir de la cual llamar la atención de las autoridades y ser perseguido. Aquí, como en todo lo que cuenta Aira, es lo de siempre: mejor leerlo para entenderlo y, sobre todo, para disfrutarlo. Sus libros, como los de muchos otros, son muy difíciles de explicar porque su talento es inexplicable.
En definitiva, creo que lo mejor es dejar unas líneas que pueden encontrarse en El escultor y que, muy probablemente, sean las mejores de las que tenemos ahora a mano para dejar algún tipo de definición que se acerce a lo que hace César Aira en sus libros, y es la siguiente: «Para que eso funcione es preciso que el relato esté bien hecho, dotado de peripecias absorbentes, atmósfera, una progresión que sostenga el interés. Y eso no es para cualquiera; no cualquiera tiene un buen relato disponible». Cantaban Páez, Calamaro y Sabina aquello de «más guapa que cualquiera». Nosotros podríamos decir, por y para Aira, «mejor que cualquiera». Fin.