Se suele aceptar que, de manera general, todo ha sido escrito ya, y que la literatura no es más que una reescritura constante, si acaso un esfuerzo de adaptación a los tiempos modernos de lo que otros escribieron alguna vez. Así que no se puede argumentar que los ingredientes que mezcla Michel Faber en su última novela sean nuevos, que a nadie se le haya ocurrido antes transitar por los caminos que él ha escogido, pero hay que admitir, y es una de las cosas más agradables de esta obra, que consigue que lo parezca durante bastantes páginas. En este sentido, El libro de las cosas nunca vistas (Anagrama) hace honor a su título, y por esta vez perdonamos la desviación que tiene la traducción respecto del original (The Book of Strange New Things).
Esa “extrañeza” que se perdió al traducirlo al español es precisamente lo primero que pensé del texto cuando llevaba cien páginas. Es un libro muy singular desde su punto de partida. Peter Leigh, un pastor cristiano (que no católico), se despide en el aeropuerto de su esposa, Bea. Ella queda sola con su gato, lo más parecido a su descendencia, en un mundo que se comenzará a desmoronar momentos después de la marcha de Peter. Pero la vuelta de él no es una opción, porque su misión está a años luz de allí y es lo más importante que le haya pasado en la vida: ha sido elegido para evangelizar a la primera población no humana inteligente con la que se han encontrado los hombres en toda la Historia.
A veces para ver mejor un cuadro es necesario dar un par de pasos hacia atrás, coger perspectiva desde un punto más alejado. Siguiendo este mismo principio, para poder reflexionar sobre la humanidad, en minúscula, Faber sitúa la novela en un entorno bastante alejado de la Humanidad, con mayúscula. Su decorado de ciencia ficción no es sobresaliente, pero a mí me ha resultado suficiente y sirve para sus propósitos. Tiene unos cuantos elementos clásicos (una travesía peligrosa, un entorno desconocido y amenazante) y he sonreído con las partes en las que, al más puro estilo de Dune, hace un alegato en favor de la naturaleza mediante el ejemplo de la población nativa. En el clásico de Frank Herbert ese papel lo juegan los Fremen y en este caso lo hacen los “oasianos”, con el añadido de que Faber trabaja bastante su lengua (sin llegar a lo de Tolkien, claro). Para completar, también introduce una misteriosa corporación que ha sustituido a los gobiernos en una labor que, se pregunta el lector, quizá debería habernos puesto a todos de acuerdo.
¿Es entonces un libro de ciencia ficción? No. De ahí la extrañeza, de nuevo. Los que busquen emociones fuertes y acción constante no terminarán satisfechos, como tampoco lo harán aquellos que deseen ver la descripción completa y científica de un nuevo mundo. La trama de descubrimiento y colonización se deja en segundo plano y lo que contemplamos durante sus seiscientas páginas son principalmente las dudas constantes de Peter cuando se cuestionan los tres pilares de su existencia: su fe en Dios, su fe en los hombres y su matrimonio. Con los avances y retrocesos sobre estos tres puntos clave configura Michel Faber una fábula sobre lo poco humanas que son en ocasiones las relaciones humanas, un relato quizá desesperado sobre la falta de comunicación con quienes más queremos, sobre las barreras que nosotros mismos nos imponemos. Y, finalmente, una llamada al amor que me ha parecido tierna y me ha hecho cerrar la última página con cierta tristeza.
Tengo que reconocer que El libro de las cosas nunca vistas me ha hecho plantearme seriamente algunas cuestiones sobre las que no había reflexionado de manera profunda, quizá, desde la adolescencia (¡ese gran mar de dudas!). ¿He sido capaz de responder a esas preguntas con el libro? De nuevo, no. Pero solamente por el hecho de volver a hacérmelas, y por comprobar que la literatura usada de manera inteligente tiene ese poder, el Salto ha merecido la pena.
El libro de las cosas nunca vistas, de Michel Faber
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