Nos preguntaban hace unas semanas a un grupo de compañeros sobre qué aspectos de un libro podían hacernos que no lo compráramos. Yo no recuerdo qué respondí, pero de entre todas las respuestas, la mayoría lógicas y compartidas, hubo una que me sorprendió. Y no por extraña o inadecuada, sino porque yo nunca había pensado en ello y tenía mucha razón. Alguien dijo que una cosa que le podía hacer no comprar un libro era que este tuviera la letra muy pequeña. Si soy sincero, nunca me había fijado en el tamaño de la letra de un libro al ir a comprarlo. Supongo que quien se fija, o la mayoría de estas personas, lo hace por haber experimentado en su vida algún tipo de complicación visual. O no, no sé. La cosa es que a partir de eso, que como digo fue no hace mucho, ahora no puedo evitar fijarme en el tamaño de letra de los libros que leo. ¿Y por qué digo todo esto? Porque desde aquello este es el primer libro que me ha hecho pararme a pensarlo. Sí, me ha dado la sensación de que tiene la letra demasiado pequeña. Estoy hablando de El lugar de la espera, de Sònia Hernández, publicado por Acantilado.
No creo que este débil argumento para empezar una reseña sirva para echar para atrás a algún posible comprador del libro, porque es que además el libro no lo merece, pero quería señalarlo, además de para tener una forma con la que empezar a hablar de él, para decir que quizá en algunos casos es esto una forma más de expresarse, una forma de provocación del propio libro para defender el carácter “críptico” de su interior, para enviarte un mensaje ilustrativo con el que decirte que vas a tener que esforzarte para entrar ahí. Vayamos al contenido.
Es la primera vez que leo una novela de Sònia Hernández. Conocía su obra e incluso en dos ocasiones me quedé a las puertas de leer alguno de sus libros anteriores. Por fin he podido hacerlo con este. En El lugar de la espera nos encontramos con alguien que nos cuenta, en forma de un hilo eterno que empieza in media res y acaba igual, la historia de una serie de jóvenes ya adultos que se encuentran por fin con la cara oculta de la vida: la que nos avisa en algún momento que aquello no es más que un juego de obligatoria participación a menos que. No acabaré la frase pero sirva de ejemplo aquel famoso verso de Andrés Calamaro donde se dice que «La vida es una cárcel con las puertas abiertas». Pero ellos no quieren o no saben escapar y acaban erigiéndose como la voz de toda una generación que, a base de distintas y pequeñas voces (pero que podían ser solo una), defienden la caída hacia lo hondo que es la vida, el continuum eterno que es nuestro pequeño paso por el camino de tantos otros, el cómo aceptar y resignarse es la única opción que nos queda dentro de una partida en la que nosotros solo somos peones de alguien o algo desconocido y donde nos encontramos, sin más que poder mirar cómo pasa el tren sin opción a subida, en el lugar de la espera. Pero que también podía ser el de la resignación, el de la frustración, el del sigamos un poco más a ver qué hay delante.
Nos encontramos en la narración con varios nombres que aparecen de forma escalonada hasta llegar a crear, como si Sònia Hernández fuera una suerte de Pirandello, un conjunto de personajes en busca de autor, o Autor. Se nos presentan los problemas y conflictos de cada uno de ellos, desde el hermano que quiere denunciar a sus padres por no haberle educado para la vida adulta hasta el artista que busca crear su obra a partir de las historias (y objetos) de todos. Una serie de personajes que, al estilo de ese Eneagrama de la Personalidad que nos ofrece Jodorowsky en su película La Montaña Sagrada, juntos podrían formar uno solo, una generación entera, la nuestra.
A veces con la sensación de que lo que nos están contando es más el andamiaje de una novela que nunca surgirá porque no es necesaria, a veces con la de que lo que tenemos delante es como un pantonero humano donde comprobar cada una de las tonalidades que podemos ver, sentir o adquirir; al final lo que queda es algo que bien puede representarse con un sinfín de expresiones que van soltando estas voces dentro del libro y que repiten cosas como «Ya está todo dicho», «Ya nadie nos espera», «Batallas perdidas de antemano», etc.
Comentan muchos en varias ocasiones una frase de Beckett, que ahora no destriparé, pero que me da la sensación de que al final es como una pista para entender un poco de qué va esta historia: y no es más que la de una generación que se quiere dar voz a sí misma y no para reivindicarse, no para crecer y afianzarse como la mejor, no para ser alguien ni ser algo, sino solo para saber, para demostrarse, que hay alguien ahí. Aunque solo sean ellos. Aunque solo seamos nosotros. Habrá que esperar para saberlo.
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