Siempre se ha dicho que los porteros, principalmente los de fútbol pero me atrevería a decir que aún más los de otros deportes como el balonmano o el hockey, son gente realmente peculiar. Y es que hay que ser bastante especial para decidir desde bien pequeño que quieres ocupar una posición en el campo en la que muy bien lo tienes que hacer para cubrirte de gloria y donde, sin embargo, un mínimo despiste te puede hundir en la miseria. Eso además de la frecuencia con la que tienes que jugarte el tipo para evitar que el balón, pelota o disco toque tu red. Aún con todo, estoy seguro de que ningún portero —de los profesionales, al menos— tiene una personalidad tan extraña y amarga como Josef Bloch, el protagonista de El miedo del portero al penalti.
Con esta novela he descubierto a Peter Handke, un escritor a quien tenía ganas de enfrentarme desde hacía tiempo, sobre todo por la fama que le precede de polémico y críptico. Y tras leer la que posiblemente sea su obra más célebre (bajo uno de esos títulos que valen oro por sí solos), debo decir que esta reputación me ha parecido más que merecida, dado que me ha resultado una lectura tan compleja como difícil de catalogar, de esas que te dejan a medio camino entre el odio y el amor, de las que sales con serias dudas del porcentaje de la misma que has logrado comprender.
El punto de partida de la novela y, posiblemente, el único momento en el que ésta aporta un argumento nítido, cuenta como, tiempo después de dejar los terrenos de juego, Bloch es despedido de su empleo como mecánico y empieza a dedicarse a jornada completa a vagar por las calles y los bares sin destino ninguno. Todo en el libro gira en torno a él, un tipo incapacitado para la vida en sociedad y que no tiene ninguna intención de modificar su comportamiento. Dentro de su personalidad, el aspecto que más y mejor explota Handke es la dificultad comunicativa que tiene el personaje, que lleva hasta puntos extremos y realmente chocantes, con diálogos absurdos, violentos e incompletos. Este aspecto hizo que, en más de una ocasión, la sinrazón dialéctica del protagonista me llevase a reflexionar sobre mis propias taras comunicativas, lo que no es poco y más sabiendo que la novela fue escrita muchos años antes de que el WhatsApp, el Instagram y el Facebook pasasen a sustituir a buena parte de nuestras comunicaciones cara a cara.
Handke también se esmera en buscar los detalles más nimios y recónditos en los que poner el foco, lo que en varias ocasiones lleva a empatizar con las pequeñas molestias y placeres del día a día —que, al fin y al cabo, son las que ocupan la mayor parte de nuestras vidas— pero que en otros casos resulta difícil encontrarles una explicación más allá de la de describir a un hombre al que todo lo que le rodea le resulta ajeno y aterrador. La trama, si es que existe, queda completamente subordinada a las pequeñas reflexiones y ensoñaciones del antiguo portero, a quien nada le agrada ni le entristece y parece pasar por su propia vida como un mero espectador.
Una novela, como decía, de la que resulta tan difícil sacar un significado como una valoración. Ojalá pudiera decir que me ha parecido una maravilla de principio a fin y que todo el mundo debería tenerla en su librería; ojalá pudiera decir que nadie debería acercarse a ella a menos de 50 metros salvo con prescripción facultativa. Pero nada de ello sería cierto. Quizás lo único que puedo decir sin temor a equivocarme es que El miedo del portero al penalti no deja indiferente a nadie, para bien o para mal.
Acabo de leer el libro. Hay que hacer un gran esfuerzo para terminar sus 160 páginas de hechos que se suceden unos tras otros sin nada que valga la pena, la nada argumental, la nada narrativa, hechos nimios e irrelevantes; incluso el hecho más relevante, el asesinato, se produce de repente, porque sí, y sin explicación alguna, al punto que la víctima es una boletera de cine con la que Bloch, el protagonista, se relaciona al azar. Lo que se rescata son las breves reflexiones de Bloch sobre la realidad y los hechos, desfasados de su conciencia, dislocados, que el autor intercala acá y allá. Por supuesto, que detrás podrá señalarse al existencialismo, el absurdo existencial, la incomunicación, etc. Pero para eso, tener que fumarse las 160 págs., parece demasiado; son temas que funcionan muy bien en la filosofía, pero que es dudoso que, descarnados, en sí mismos, funcionen en la literatura. Tal vez el autor sea un mago en el manejo de la lengua alemana, más eso se escapa en la traducción. Diga que lo galardonaron con el Premio Nobel de Literatura; para un humilde lector queda relegado a la categoría de esos escritores alemanes soporíferos de los que es imposible leer más de un libro, y aún así, reitero, con denodado esfuerzo. Que el descreído haga el intento