Reseña del libro “El ministerio de la verdad”, de Carlos Augusto Casas
Venía yo muy bien condicionado por su anterior novela, Ya no quedan junglas adonde regresar, en la que Carlos Augusto Casas recogía gran parte del imaginario clásico de lo negro-criminal (prostitutas, crudeza, sicarios, policías corruptos) y convertía a un anciano en un insospechado antihéroe vengativo con el que empatizabas rápidamente. Una novela que le llevó al autor a cosechar una buena cantidad de premios, como el VI Premio Wilkie Collins de Novela Negra, el Premio Ciudad de Santa Cruz 2018 (Tenerife Noir) o el Premio Novepoll 2018. Muy, muy (pero que muy) recomendable.
Por eso mis expectativas ante El ministerio de la verdad eran bastante elevadas. Para que quede claro desde el primer momento, he de decir que se han visto cumplidas… bastante. Cuidado, no porque esta obra no esté a la altura —de hecho, en determinados aspectos que luego comentaré, es incluso superior—, sino porque estamos ante una novela con apariencia de negra, pero en la que, más que el propio caso en sí (la investigación de un suicidio que parece un asesinato), lo realmente importante es el contexto temporal y social en el que esta se desarrolla: una distopía doméstica. Muy, muy (pero que muy) cercana.
Vayamos por partes. ¿De qué va la novela? Estamos en España de 2030. La protagonista, Julia Romero, es una joven periodista que se niega a creer que su padre, un prestigioso reportero, que hace unos años renegó de la profesión, y que ahora vive alcoholizado, se haya suicidado. En cuanto se pone a investigar, su hija se estrella una y otra vez con el Ministerio de la Verdad, el organismo responsable de controlar y manipular la información que llega a la ciudadanía. Su investigación se verá atascada por una multitud de obstáculos, algunos muy sutiles, otros no tanto, tras los que siempre se proyecta la sombra del todopoderoso Ministerio y sus grises funcionarios de traje azul. Por contra, en ayuda de Julia acudirá una red clandestina de supuestos mendigos que, disfrazados con sus harapos y su mugre, resultan invisibles para las autoridades, aunque operen a la vista de todo el mundo pues, al fin y al cabo, solo vemos lo que queremos ver.
Contado así, puede resultar algo ya oído mil veces con anterioridad, pero lo que de verdad atrapa de esta novela es, como decía antes, ese futuro extraño y cercano que te pone los vellos de punta. Aquí no hay una gran distopía al estilo de la V de Vendetta de Alan Moore, o de El cuento de la criada, de Margaret Atwood , no ha habido ningún gran cataclismo que justifique el abuso casi dictatorial de nuestros gobernantes, ni nada por el estilo. Y eso es, quizás, lo más aterrador: lo que Carlos Augusto Casas se aventura a poner ante nuestros ojos es una España que todavía no existe, pero a la que le falta el canto de un euro para existir.
Por citar un par de ejemplos: en la España del año 2030 el tabaco estará prohibido, tanto en espacios cerrados como abiertos, tanto públicos, como privados. Si a esto le añadimos el hecho de que el Estado anima a sus ciudadanos a denunciar cualquier comportamiento incívico de sus vecinos, la bomba de relojería está preparada para estallar a la mínima ocasión. Hay una escena memorable en la que una señora, desde el balcón de su casa, llama asesina a otra que está fumando en el jardín de su casa. Tabaco comprado, por supuesto, en el mercado negro y a precios desorbitados, solo al alcance de los más pudientes. En otro pasaje de la novela, Varona, un periodista de la vieja escuela, compañero del padre asesinado. alcohólico y deslenguado, que investiga una trama secundaria (trama que se cruzará convenientemente con la principal) sobre la reclusión forzosa de las personas mayores en geriátricos estatales, encontrará una mañana a los compañeros más jóvenes de su redacción charlando sobre la importancia de aprender de los clásicos. Gratamente sorprendido, ante la posibilidad de que la esperanza de un futuro mejor aún no haya muerto, les preguntará a qué clásicos se aludían, si a Sófocles, a Virgilio ,a Shakespeare… La respuesta de ellos, con la incredulidad tallada en sus rostros, será que no, que ellos se referían al Pac-Man, al Space-Invaders y al Tetris…
Porque, efectivamente, este es también un libro que reflexiona sobre la deriva de nuestros intereses vitales (en el futuro próximo, los telediarios solo mostrarán noticias entretenidas, nada de análisis ni de profundidad intelectual, los libros en papel se habrán extinguido, viviremos con la nariz pegada a una pantalla) y, sobre todo, reflexiona sobre la libertad: en 2030 preferiremos la seguridad a la libertad, solo querremos consumir y divertirnos. El homenaje explícito a Orwell y a 1984 está muy bien traído.
He de decir, no obstante, que no estamos ante un libro perfecto. Me ha parecido que, por ejemplo, los personajes tenían cierta tendencia al maniqueísmo. He echado en falta más matices, más claroscuros, más zigzags en sus pensamientos, acciones y emociones. O que el empleo de símiles y metáforas elocuentes y sorprendentes (también en línea con las buenas novelas del género), perdía a veces fuelle, pues sonaban reiterativas. De hecho, hice la comprobación con una de ellas y sí, “el silencio se sentó entre ellos sin haber sido invitado”, es una frase muy chula, aunque repetida.
Sin embargo, nada de lo anterior le resta atractivo a la novela. Como muchos lectores sabemos, lo contrario de lo perfecto no es lo malo. El ministerio de la verdad es una buena novela de género que, a la vez que te divierte, te provoca el pellizco en el estómago de la distopía bien descrita: es tan real, que acojona. Teniendo en cuenta, además, que esta obra no es tan cruda como la anterior, sin renunciar a pesar de ello a narrar algunas escenas realmente escalofriantes, la sensación final que me ha transmitido su autor, Carlos Augusto Casas, es que ha querido escribir una novela más apta para todos los públicos y, tirando de tópicos, abrirle los ojos. ¡Y vaya si lo consigue!