Me encanta descubrir puñeteras joyazas de libros cuando menos me lo espero. Aún teniendo una pila considerable de pendientes, es inevitable que los ojos vayan a una portada tan minimalista pero a la vez lo suficientemente poderosa y contundente como para hacerte estirar el brazo y leer de qué va el libro en cuestión. Y saber, muy poco después, que hay que leer ese libro, porque, y esto es literal, estamos ante una pequeña (145 páginas) gran novela negra.
El montacargas es una reedición de un clásico (y es un clásico con todas las de la ley), de 1961 que incluso ha sido adaptado al cine, pero que mantiene intacta la frescura de lo que nos cuenta y de cómo lo cuenta. Perfectamente podría decir que se ha escrito hoy mismo y, obviando alguna marca de coche y poco más, nadie dudaría de ello.
Antes de nada me gustaría aconsejaros que leáis el libro sin saber nada de él. Que lo descubráis sin más información que la de la contraportada. El libro empieza muy bien mostrándonos lo tocado que está nuestro protagonista Albert Herbin por la muerte de su madre. La primera frase es ya una declaración de intenciones: “¿Hasta qué edad se siente huérfano un hombre cuando pierde a su madre?” Albert acaba de salir de prisión tras pasar seis años encarcelado y durante ese tiempo su madre ha muerto. Vuelve a su barrio, a la casa de su infancia, vacía pero llena de recuerdos, y se encuentra completamente solo en el mundo. Por si fueran pocos motivos para la nostalgia, es Nochebuena. Así que sale a dar una vuelta y acaba cenando en una brasserie en donde su vida cambiará por completo al encontrarse con una atractiva mujer y su hija. Tanto Albert como la mujer, que se revelará como una femme fatale en toda regla, se ven solos y creen necesitarse. Parecen un par de almas gemelas y solitarias hasta que se descubren. Ahora bien, sobre esto hay que decir que el encuentro y lo que sucede posteriormente no deja de ser un flirteo un tanto… extraño, aunque también es cierto que el rollito que se traen los dos tiene su encanto, la verdad.
Sin embargo, Albert ha visto dos pequeñas manchas rojas en una de las mangas de la mujer. ¿Serán de sangre? ¿De qué grupo? Sin olvidar esas manchitas, Albert aceptará la invitación de la mujer a subir a su apartamento, al cual se accede por un montacargas…
Y hasta aquí puedo contar. Tenemos una novela policiaca salvajemente buena en la que con pocas páginas y pocos personajes, muy bien definidos y perfilados, se consigue una historia que atrapa como ella sola, que te devuelve el aroma a viejas novelas negras leídas hace mucho y con los elementos propios de un género en plena forma. Un libro que te arrastra y te sorprende, sin llamarte tonto ni pretenderlo en un ningún momento, con un gran giro final tan simple, tan limpio y tan perfecto, que no lo ves venir.
Pero aparte de la historia, tenemos el tono de la narración. Eso sí que es típicamente negro. Eso y el ambiente logrado gracias a una escritura en primera persona, que recuerda a la voz en off de cualquier película de género, con frases grandilocuentes pero con poso fatalista/realista, una intriga que crece por momentos con cada frase y en la que nos metemos en la piel de Albert y nos tiramos con él por un tobogán más peligroso que el de Estepona y por el que él, pobre idiota, se ha lanzado de lleno.
El montacargas es como los buenos cafés de Tarantino, una puta delicia, breve, pero igualmente deliciosa y una prueba indiscutible de que las buenas historias son independientes del tamaño.
Indispensable y más que recomendado este (re)descubrimiento para cualquier amante del género que viene de la mano de Siruela.