“El niño que robó el caballo de Atila”, de Iván Repila
Bueno, bueno, bueno. En su día me hice con los derechos de reseña de la novela Una comedia canalla sin saber nada ni de ella ni de su autor, el jovenzuelo Iván Repila. Sí, llamadme loco. Pero tanto me gustó que acabé nombrándolo libro del año y amplié mis derechos de reseña a la obra del autor. Y aquí estoy, cumpliendo mi parte del trato después de que el bilbaíno haya hecho la suya.
El niño que robó el caballo de Atila es, sin duda, la (soterrada) continuación lógica, esperada y salvaje de las aventuras de Una comedia canalla. John, Jim y Jack han logrado escapar a su paradisiaco Acapulco soñado pero a Jack se lo ha cargado un vendedor ambulante de helados y ahora los otros dos son sospechosos de violar a turistas extranjeras.
Ahora en serio, hombre. Me habría gustado una continuación, pero ya caerá, ya. El niño que robó el caballo de Atila es un cambio de rumbo total sobre su anterior novela. Por extensión, 136 hojas, e incluso por el contenido, podríamos hablar de cuento más que de novela, sin que ello suponga un demérito. También porque en algunos momentos alguna sinapsis extraña en mi cerebro me trasladaba a la historia de Hansel y Gretel de los hermanos Grimm, o tal vez no sea tan extraña esa sinapsis…
Lo cierto es que esta novela se nota más adulta, cruda e intimista a pesar de que los protagonistas son dos niños. Dos niños, dos hermanos, el Grande y el Pequeño, en circunstancias adversas a las que tratarán de sobrevivir.
“-Parece imposible salir, dice. Y también: Pero saldremos.”
Así comienza la historia. No sabemos cómo ni porqué, pero los dos se hallan en el interior de un pozo en medio de un bosque del que no pueden salir.
Al principio lo intentarán, pero tras varios intentos comprenderán que les es imposible. Pasarán los días y tendrán que verse obligados a comer lo que encuentran en las paredes del pozo: gusanos, lombrices, hormigas, raíces… Tienen una bolsa de comida de la que no se permiten probar bocado, cuestión que no se entiende en un primer momento pero que quedará explicada (aunque es lo de menos).
A medida que los días van transcurriendo toma cuerpo una rutina. Un tiempo para comer, un tiempo para gritar pidiendo ayuda por turnos, un tiempo para recolectar comida, un tiempo para muscularse…
Aparecerá la fiebre y la locura, y tendrán que cuidar el uno del otro. La rutina les mantendrá con los pies en la tierra y habrá momentos en los que la desesperación se instale tanto en ellos como en el lector, encogiéndole el corazón y exprimiéndolo hasta la última gota.
El libro no pierde interés en ningún momento y su ritmo tampoco decae. Es más, no se nota, pero es un ritmo frenético, difícil de mantener que, sin embargo, Repila logra conservar sin problemas.
El lector experimenta junto con el Grande y el Pequeño sus mismas emociones y es incapaz de dejar de leer. (Es corto, sí, y me lo ventilé en una tarde, pero he leído libros más cortos en más tiempo. El niño que robó el caballo de Atila es tan breve como intenso).
Por si fuera poco, tiene cierto tono filosófico -y frases míticas de esas que puedes coger para citar cuando haces tu propio libro- que ayuda (aún más) a entender el grado de desesperación por el que están atravesando los hermanos: “La vida es maravillosa, pero vivir es insoportable”.
Fácil de leer (aunque a veces queda rara la demasiado adulta forma de hablar de los hermanos), ritmo rápido y argumento entretenido (no me voy a parar a analizar las metáforas y segundas lecturas). Repila demuestra que el éxito de su primer libro no fue casualidad.
Para terminar diré que el final me encantó. Un final lógico, a veces esperado y otras no, que acaba de explicar alguna cosa y que deja un buen sabor a la obra en conjunto, una obra, que puede releerse con placer.
Vaya, que Repila lo ha vuelto a hacer…