Escribí en su momento, y lo reitero ahora, que con Denis Johnson siempre tengo la sensación de estar perdiéndome cosas. Entonces acababa de volver de un viaje. Recuerdo que pensé que tendría que regresar. A Hijo de Jesús, así se titulaba el libro, o a las vías del tren que, mientras lo leía, atravesaban aquel paisaje de un verde imposible.
Dos años después, he ido y he vuelto de El nombre del mundo. Y sí. Es cierto. Continúo perdiéndome cosas. Al menos esa es la sensación. Que siempre, cuando se trata de este autor, hay mucho más detrás de cada palabra que la palabra en sí misma. Su lectura más que un placer es una auténtica catarsis. Algo capaz de mover esa parte de ti que ni siquiera sabías que tenías.
En El nombre del mundo –traducido por Rodrigo Fresán y publicado por primera vez en castellano en 2003, cuya reedición coincide ahora con la publicación de otra de sus novelas, Los monstruos que ríen– Johnson cuenta la historia de un profesor universitario, Michael Reed, que intenta reponerse cuatro años después a la muerte de su mujer y de su hija en un trágico accidente.
Quien nos lo narra es precisamente él, en primera persona y bajo su particular visión de las cosas, con una voz contenida pero extremadamente lírica (marca de la casa), cuyo tono es aparentemente neutro, capaz de deslizarse entre la fina ironía, el humor, la tristeza y una forzada indiferencia. La narración, y no es casualidad, se enmarca en el periodo más insustancial de la vida de su protagonista, engullido como está por esa especie de sinsentido vital que le impulsa a continuar con su rutina. Como si el dolor a veces se estancara y dejara de doler, de tanto que lo hace.
El nombre del mundo –del que por gustarme, me gusta hasta el título– es un ensayo del duelo después del duelo, cuando todo lo demás está ya completamente asumido e interiorizado. Un grito desgarrado, poético y mudo, donde cada palabra y cada signo de puntuación pesa en la existencia de Michael Reed.
La sensación que impera entonces es que no ocurre nada cuando en realidad no paran de sucederle cosas. No solo es el tiempo que, a lo largo de sus páginas fluye plácidamente entre el cambio de estaciones, desde la nieve más indolora hasta el cielo azul más absoluto, con una poesía medida que bosqueja algunas imágenes, campo a través, irresistiblemente hermosas. Su estimulante lectura no es solo una catarsis, es, además, una auténtica delicia. Y eso ocurre aún en las partes más oscuras del texto, en los pasajes en que al lector le sobrecoge inesperadamente una honda sensación de inquietud. También de confusión.
Tal vez porque, como dice el protagonista de esta historia, el arte es arte y no cualquier otra cosa porque incomoda, confunde y desafía. Denis Johnson hace pleno y te revuelve. Su virtud es que no necesita demasiado para hacerlo. Cualquier párrafo al azar de cualquiera de sus páginas cobra pleno sentido por sí solo. De ahí que el problema no sea perderse entre sus líneas (esa es mi suerte). Lo verdaderamente preocupante sería dejarlo pasar de largo.