Mira tu mano. ¿Qué ves?
Ante ti tienes pura ingeniería. El instrumento mejor diseñado por la naturaleza. Pequeños huesos, músculos y ligamentos que junto a sus 29 articulaciones son capaces de hacer que la mano genere todo tipo de movimientos, revelando así, en algunas ocasiones, más sentimientos que el propio rostro humano. Lo cual no es difícil si eres Sylvester Stallone. La mano es un mecanismo tan complejo como extraordinario, capaz de manipular todo tipo de objetos y ofrecerte un agarre único en las situaciones más peliagudas. La mano es esa que muestra la destreza suficiente para asir un lápiz con la medida adecuada entre suavidad y firmeza con la finalidad de crear letras; de igual forma es esa que se cerraba dentro de un guante de boxeo para golpear de forma contundente, con el fin de derribar oponentes, y llevar a Muhammad Alí hasta sus 56 victorias.
Vuelve a mirar tu mano. ¿Qué ves?
Si eres dibujante posiblemente veas una pesadilla. La mano es ese objeto del mal constituido de poliedros, triángulos, óvalos y hasta circunferencias que puede conseguir arruinarte la obra de arte que ya casi tenías terminada. Solo algunos pocos elegidos son capaces de dibujar estas herramientas carnosas de cinco dedos sin que parezcan aberraciones de la naturaleza surgidas de los enfermizos relatos de Lovecraft. Jiro Taniguchi es uno de ellos. Las manos que él ilustra son bellas y atesoran la capacidad del lenguaje no verbal; hablan de saludos y susurran caricias.
Y si de manos seguimos hablando hablaré de lo lejos que queda aquella vez que en las mías cayó aquel cómic de tres tomos titulado El almanaque de mi padre. Por aquel entonces en el manga reinaban los rostros de grandes ojos y las bocas de piñón. Hombres musculados y mujeres de desproporcionados atributos sexuales protagonizaban historias de corte fantástico o de ciencia ficción, en las que la violencia campaba a sus anchas. No os estoy descubriendo nada nuevo, ni siquiera me estoy quejando (engullí, y sigo engullendo, ese tipo de cómics con gusto), solo evidencio un hecho de aquella época. Pero aquel manga, que contaba las vicisitudes de una familia a lo largo de los años, con un dibujo fuertemente enraizado al cómic europeo, me mostró que en lo referente al seinen (o manga para adultos) había más alternativas.
Antes de llegar hasta El olmo del Cáucaso y otras historias de Jiro Taniguchi se cruzarían en mi camino, como Barrio Lejano, Sky Hawk o Cielos radiantes. Enseñándome que este prolífico mangaka, aunque se encontraba más cómodo relatando historias costumbristas, era capaz de dibujar samuráis, indios y vaqueros que luchaban por un ideal, perros salvajes de lealtad consumada o hasta naves espaciales y paisajes post-apocalípticos, como en Crónicas de la nueva era glacial, que dejaban al lector con el culo congelado. Pero con El olmo del Cáucaso Jiro Taniguchi, que esta vez comparte tareas con el novelista Ryuichiro Utsumi, el cual se encarga del guion, vuelve a esas historias intimistas en las que pasan cosas usuales pero que gracias a ese aura casi onírica que les otorga consigue dejarte ensimismado hasta el final del relato.
El tándem funciona, y es que mientras Ryuichiro Utsumi narra historias de vidas complejas con una prosa muy cercana a la fábula, Jiro Taniguchi vuelve a confeccionar un dibujo sublime, con primeros planos de esos rostros de trazo limpio a los cuales otorga más luminosidad al difuminar el fondo o simplemente dejándolo totalmente en blanco. Y esa meticulosidad que muestra en poblar cocinas de utensilios, cuartos de estar de adornos, ciudades de vida y naturaleza de movimiento. En definitiva, dibujos en blanco y negro que son capaces de evocar colores.
Este tomo, excelentemente reeditado por Ponent Mon, se compone de ocho relatos; todos marcados por las decisiones que tomamos en la vida. Relatos repletos de pequeñas dudas existenciales o de complicadas encrucijadas que solo tras el paso de varios años sus protagonistas son capaces de dilucidar el camino a seguir. Como en El reencuentro, donde un hombre que se desentendió de su familia, y tras una grata casualidad, tiene la oportunidad de enmendar sus errores. ¡Bienvenidas sean las segundas oportunidades! O en El olmo del Cáucaso, la primera de las historias que además da nombre al compendio, donde los autores consiguieron hacerme sufrir por el destino de un árbol (¡de un puto árbol!) hasta el último momento. ¡La esperanza jamás debe perderse! O En Los alrededores del museo, donde nos muestran que las exiguas perspectivas de felicidad ante una vida que ya parece caduca se trastocan con la llegada de un inesperado amor. Oh la la, c’est l’amour! O en Atravesando el bosque, mi relato favorito (aquí donde me veis soy un blando al cual el corazoncito se le derrite ante historias protagonizadas por perros e infantes) donde el hermano mayor, que ha madurado a la fuerza y de forma injusta, intenta proteger al pequeño de ese mundo en ocasiones cruel. ¡Cuánto drama, y a su vez cuánta fe en el ser humano!
Ahora vuelve a mirarte la mano.
Manos que se tienden para ayudar: “Hiroshi agarró con fuerza la mano de Yôji y continuó andando con la boca firmemente cerrada.”
Manos que enjugan lágrimas: “Sin querer, de improviso, las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas”
Manos que buscan la reconciliación y manos que dan golpecitos amistosos en la espalda.
El olmo del Cáucaso es como tu mano, una obra de ingeniería que funciona a la perfección. Un conjunto de historias, trabajando todas ellas, como una maquinaria bien engrasada, con un solo propósito: conseguir hacerte reflexionar sobre las cosas que realmente importan en esta vida.