El periodista deportivo, de Richard Ford
No sé si os ha pasado alguna vez que algo muy pequeño, casi insignificante, ocurre y, de repente, sin que tenga que ver mucho con vosotros, os mueve otro algo dentro. Como un pellizco. O una emoción. No sé vosotros, pero yo a veces, cuando esto pasa, no sé muy bien qué hacer con ello. Así que continúo con lo que estaba haciendo. Que bien puede ser dar un paseo, mantener una conversación o bajar a tirar la basura. Cualquier cosa mundana en realidad. De esas que forman parte de mi día a día. Como si algo importante pudiera ocurrir sin que pasara absolutamente nada. O al revés.
De alguna manera también, esa es la misma sensación que uno tiene mientras lee El periodista deportivo. Que te pellizca y luego todo pasa. O todo pasa y luego te pellizca. Y lo hace desde una especie de confusión extraña que te lleva a mezclar lo relevante con lo indiferente como si fuera todo una misma cosa.
Así que no. A pesar de su título, la novela de Richard Ford, a quien posiblemente conozcáis por su última publicación, Canadá, no tiene mucho que ver con los deportes -aunque el deporte sea de por sí un generador bastante común de emociones-, si no más bien con el espacio que la literatura puede reservarle a la vida. La vida así, en bruto. Sin quitarle las aristas a la fealdad de lo superficial y lo irrelevante.
Escrita en 1986, El periodista deportivo es la primera de una trilogía compuesta a su vez por ‘El día de la independencia’ (premio Pulitzer y premio Faulkner) y ‘Acción de gracias’. Entre medias, veinte años. Más de mil quinientas páginas sobre la vida de su protagonista, Frank Bascombe, que se deja arrastrar, al menos en esta primera parte, por el vaivén de sus días sin implicarse demasiado en nada, con la falsa creencia de que tal vez así pueda salir indemne de todo.
O eso nos dice él mismo. Un americano medio, de profesión periodista deportivo, antes profesor universitario y escritor de una novela de relatos, divorciado, que vive en un barrio residencial de Nueva Jersey, huye del bullicio de Nueva York, y que arranca su narración, en primera persona, con un amargo recuerdo. El de un hijo muerto.
Richard Ford construye un personaje cuya búsqueda de la felicidad a lo largo de toda la novela supondrá una mezcla extraña entre la desidia del que se deja llevar y la tesón del que no pierde de vista su objetivo. Con un tono sosegado, indolente e impasible, a ratos monótono pero profundamente real, su protagonista, Frank Bascombe, se transforma en casi un mero, aunque también brillante, observador.
Y es que, todo lo que sucede a su alrededor, esa especie de selección narrativa por la que todo narrador tiene que pasar, que va de lo sustancial a lo insustancial, del pasado al presente, de la emoción a la inanidad, no hace más que proyectarle a él mismo y evidenciar sus contradicciones internas y sus inquietudes. Aquellas que nos descubren a un hombre que, aunque parcialmente anestesiado por la rutina y el día a día, a fuerza de no padecer, tremendamente optimista en su discurso, incapaz de digerir o procesar según qué cosas, de reaccionar y tomar parte, esconde un hondo pesar y un enorme desencanto por la vida. Aquella que Richard Ford retrata tan fiel a la realidad. Algo que tiene que ver con la banalidad de lo cotidiano, es cierto, casi con lo mediocre, pero también con el complicado mérito de encontrar un rayo de literatura en medio de todo ello. Y eso lo consigue con creces.