Una de las cosas que me resultan más curiosas de este El rastro de la libélula es que la que debería ser una de sus principales bazas comerciales, su ambientación en el mundo del fútbol, a mi personalmente me distrae. Y no porque tenga nada en contra de ese deporte, al contrario, hasta me gusta, pero para mi básicamente es interesante lo que ocurre entre los pitidos inicial y final de los partidos y todo ese mundo que genera portadas y tertulias en las que parece que son más importantes los peluqueros de los jugadores que los aspectos deportivos, francamente, me irrita. Pero no deja de ser una buena baza y la novela, además, funciona muy bien porque es una trama sólida muy bien desarrollada y con múltiples focos de interés que van más allá del propio ambiente futbolístico. Debería resultarnos difícil asociar crimen y deporte, pero les aseguro que no cuesta nada meterse en una trama policiaca con cadáver incluido que implica a directivos, jugadores, entrenadores y periodistas deportivos. El lado oscuro del fútbol, que dicen, pero que viene siendo el lado oscuro del poder y del dinero.
Sorprende (o no) que, teniendo un ámbito tan potente en el que ubicar la trama, la novela abarque tantos y tan diferentes sucesos y ambientes. Sin duda la descripción de escenarios y personajes está entre sus puntos fuertes, y es de agradecer su vocación de no limitarse, como hacen tantas novelas que parecen una compilación de acontecimientos, a la trama. Aunque en este apartado debamos incluir las capacidades culinarias del protagonista, Giordano Merisi, periodista deportivo italiano residente en Madrid, que alardea con frecuencia de su diligencia en los fogones. Entiéndanme, eso habitualmente me encanta, pero es que no dejo de tener la sensación con la gastronomía italiana, que por cierto me gusta, de que todas las recetas tienen un ingrediente más básico que la sal: el autobombo. Disculpen el desahogo.
La vida personal de Giordano Merisi es uno de los activos de la novela, un protagonista con mujer e hijos con las obligaciones propias de quien forma parte de una familia, con un incipiente desencanto con su profesión y que progresivamente se obsesiona con la resolución de un caso, la aparición del cadáver de un jugador del Real Madrid, que quiere el azar que se destape mientras está escribiendo la biografía autorizada del entrenador de ese equipo, lo que le coloca en una situación de privilegio para investigarlo. Aunque no lo hace motu proprio, sino que más bien es el caso el que se adueña de él. Tal vez no sea la justicia elemental su motivación, sino un cierto impulso subconsciente de redención, una vía de reencontrarse a sí mismo lo que le lleva a seguir El rastro de la libélula.
Viene a cuento la libélula del título a algo relevante que no les voy a desvelar ya que aparece con la trama avanzada y tampoco es plan de reventársela, simplemente les diré que cuando aparece ya está uno enganchado y sufre de esa dificultad para cerrar el libro que bien conocen quienes frecuentan obras que por una u otra razón resultan adictivas. Aunque si les digo que está relacionado con fiestas privadas en las que participan futbolistas tampoco creo que me digan, a modo del capitán Renault de Casablanca, “¡qué escándalo. He descubierto que aquí se juega!” Digamos que el lado oscuro del fútbol, para ser oscuro, es sorprendentemente de dominio público.
El mayor riesgo que corrían los autores de este El rastro de la libélula probablemente fuera caer en el tópico, pero lo regatea (o los regatea, que son muchos los peligros) con pasmosa habilidad. Por eso comencé la reseña diciendo que la ambientación en el mundo del fútbol me distraía, porque creo que es una novela lo suficientemente sólida, amplia e interesante como para que funcionase en cualquier otro escenario, porque, desgraciadamente, uno no suele esperar demasiada calidad literaria de nada que venga del mundo del fútbol en estos días (otra historia es Fontanarrosa, por ejemplo). Pero esta novela sí merece la pena. Conviene no caer uno en los prejuicios que critica y darle una oportunidad a quien lo merece.
Andrés Barrero
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