Corría el año 1932 cuando el escritor checo Karel Capek, que ha pasado banalmente a la historia como el acuñador del término robot, publicó una obra titulada Historias apócrifas. En aquella obra, absolutamente genial y que está reclamando a gritos una reedición en español, Capek nos ofrecía una versión alternativa tanto de personajes históricos como literarios. Así, el libro era un breve y glorioso paseo por algunos de los hitos de occidente, desde Prometeo hasta Napoleón, pasando por una familia de las cavernas y llegando a San Francisco de Asís, deteniéndose un ratito en Romeo y Julieta o en Atila, rey de los hunos.
Una lectura de El rey de las hormigas todavía más superficial que la mía podría hacernos pensar que estamos ante una obra parecida a la de Capek. Y si bien esto es así en parte, el subtítulo “Mitología personal” nos señala la gran diferencia entre ambas obras.
Zbigniew Herbert tenía un bagaje cultural de un peso que podría haber hundido un superpetrolero. Mamó mitología desde la cuna, y por su imaginación se pasaban Triptólemo, Tersites, Pentesilea, Cleomedes o Narciso como Pedro por su casa, del mismo modo que por la mía pasaba Mortadelo, Miliki o Mazinger Z. Y naturalmente, cuando uno crece, vive, juega, se pelea, duerme, sueña y desayuna con mitos, pasa lo que tiene que pasar. El resultado: este libro, una apasionante, iluminadora y muy divertida desmitificación del mito. Y digo desmitificación como podría decir descongelación o actualización. Porque lo que hace Herbert con sus amigos los mitos es quitarles la pátina de erudición, de un dedo de grosor, y traérselos a la sobremesa para charlar con nosotros sobre sus sueños, sus frustraciones y, por descontado, sobre nuestra vida.
Así, por ejemplo, le dice Dioniso a Zeus que “dado que participamos en la guerra de Troya, no veo ninguna razón por la que ahora deberíamos contemplar con una indiferencia cobarde la guerra tribal entre los hutu y los tutsi…”. Ares, por su parte, el hijo de Zeus, “un dios de segunda categoría, subalterno y despreciado por todo el mundo”, sigue siendo un inadaptado que sólo en una célula terrorista encuentra sentido a su miserable vida, mientras que una diosa romana del montón, Securitas, nos obliga a “arrostrar una alternativa cruel: o seguridad o libertad” (texto publicado en 1985, ahí es nada).
Pero Herbert no siempre trae los mitos a nuestros sufridos tiempos, ni falta que hace. Con frecuencia se recrea en la época que los vio nacer o, de manera más interesante aún, recorre la historia del arte hasta detenerse en aquel artista que, en su opinión, mejor capta la esencia del mito. En su fascinante retrato de Anteo, el autor nos narra su duelo a muerte con Heracles, describe el modo en que lo retrató el pintor renacentista Antonio Pollaiuolo, y sugiere que el significado profundo de este mito es el apego, aunque sea a un miserable trocito de tierra. De Atlas, lamenta su desagradecido destino, que al relegarlo al mero papel de adorno, de sostener “los balcones y las escalinatas de los palacios de aristócratas indolentes y ricachones avariciosos, por no decir nada de los bancos, las jefaturas de policía y los ministerios de crueldad pública”, le ha arrebatado la épica de pasarse la eternidad sustentando los cielos. Y así, un capítulo tras otro en el que cada nuevo mito nos sorprende, nos divierte y nos hace cavilar.
Repleto de héroes, villanos y pringados, este libro es una pequeña joya que ilumina nuestro oscuro siglo XXI.
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