Reseña del libro “El rumor y los insectos”, de Ignacio Ferrando
«El hombre moderno ha desdibujado la frontera entre la realidad y su representación». (Baudrillard)
El concepto de singularidad, aplicado a la tecnología, es aquel momento hipotético (aún) en que una máquina, una inteligencia artificial, alcanzará una inteligencia igual o superior a la de un ser humano, y será capaz de diseñar autónomamente otra máquina más inteligente que ella. Y este es el basamento filosófico, la disyuntiva, en la que se pivota la magnífica novela que hoy nos ocupa, El rumor y los insectos, de Ignacio Ferrando. Un antropólogo es reclutado por Wilhem Keitel, el magnate de una gran corporación, Wetopia ―un trasunto evidente aquel de Steve Jobs o Bill Gates, igual que esta empresa de otras que a todos nos suenan― para ser enviado a un enclave remoto donde se ha recreado una aldea de los años ochenta poblada por robots junto a algún infiltrado humano. Allí deberá investigar la muerte de tres niñas a manos de otra. ¿Asesinato ritual? ¿Suicidio? ¿Ambas cosas, lo que es imposible para la realidad pero no para la física cuántica? Aunque el fin último va mucho más allá: demostrar esa singularidad, que ninguna máquina es ni puede ser un hombre, mejor que él, ya que si de verdad los robots se han suicidado per se, sin tener ese comando explícito en su programación, la línea entre hombres y máquinas ya se ha cruzado, ergo la humanidad habrá quedado obsoleta. Quedaremos reducidos (si no lo estamos ya) ha un conjunto de personas transformadas por mor del desarrollo tecnológico en vértices de pirámides que emiten y reciben señales biométricas, a algoritmos con patas, a consumidores inducidos y orientados a consumir productos innecesarios, y Keitel llenará nuestro tiempo de ocio, nuestra vida entera, de dobles perfectas de madres, esposas y amantes a nuestra elección. Un nuevo mundo hecho a medida.
Ese mismo concepto de singularidad, en el DRAE, nos habla de algo que se separa o distingue de lo común. Y se puede aplicar sin ambages a esta novela. Pocos autores conozco en castellano que puedan enhebrar en una novela el thriller de tintes noir, la fábula y la ciencia ficción (por más que el autor, en una nota final, nos diga que lo que se cuenta en ella es más presente que futuro, algo en lo que coincido) de manera tan brillante y profunda como ha logrado Ignacio. Si acaso, mi idolatrado José Carlos Somoza en novelas como Zig Zag, El cebo o La llave del abismo. Pero hay muchas más influencias en esta novela. Nos remite, por supuesto, a El hombre duplicado, de Saramago, en tanto en cuanto que nuestro protagonista topará en un momento de la novela con su trasunto, el que podía haber elegido otro camino, como en la película Las vidas posibles de Mr. Nobody. Pero también hay reminiscencias a los Sueños de robot, de Asimov, a esas preguntas que, entiendo, ellos, como nosotros, podrán llegar a hacerse. Quizá de hecho ya pueden. ¿Y si a los humanos y a los robots lo que nos diferencia es la capacidad de soñar? ¿O el contenido de los sueños? ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? ¿Y si, cuando nos enfrentemos al dolor de una pérdida o a la amnesia producida por un trauma, no hay nada que nos diferencie? Dijo Galeano que estamos hechos de historias y de recuerdos… ¿somos iguales en los recuerdos? ¿En la locura?¿Podemos llegar a sentir ambos, robots y personas, cómo la realidad es horadada a veces por multitud de insectos, una carcoma que mina el andamiaje que la sustenta, un ruido blanco sobre todas las cosas, en los intersticios de lo que vemos y lo que sentimos?
Sobre todas estas cuestiones filosóficas, metafísicas, diría yo, sobrevuela Ferrando en esta novela, a veces rozando la superficie y otras sumergiéndose, aunque nunca de lleno; salpica el libro de elipsis, de insinuaciones, de frases enigmáticas dichas por un personaje en una parte de la novela y repetida por otro distinto en otro espacio y tiempo, obligando al lector ―gozosamente, por descontado― a llenar los huecos, llevando la narración desde un impactante inicio en pos de una dirección y unas directrices que creemos conocidas, pero que enseguida zigzaguea, nos genera dudas, preguntas, como al propio protagonista, poseedor de un traumático pasado donde todo, bueno y malo, gira alrededor de Mónica, su mujer, y su muerte. ¿Es mi comportamiento totalmente predecible para los algoritmos? ¿Soy humano? ¿Lo soy si cuestiono mi existencia, o si me sacrifico por alguien? ¿O soy humano porque soy capaz de postergar todas estas preguntas que nos atormentan para poder seguir con nuestras vidas? De hecho, aceptará ese reto mayúsculo de la investigación del asesinato no por la cantidad astronómica que se llevará ni por llevar razón o no con respecto a la singularidad, si no para saber que sus recuerdos existieron de verdad, y que Mónica no murió en balde y que su dolor sirvió para algo.
En el final, estas grandes cuestiones que nos hemos venido haciendo desde que el mundo es mundo ―el sentido de la vida, el fin último de las cosas, la singularidad…― quedarán sin respuesta, al albur del lector y del protagonista. Quizá es la muerte (la literal y la simbólica del héroe), y no otra cosa, lo que da sentido a la vida, ya que en ésta, si creemos en la samsara, el ciclo hindú de reencarnaciones, de regeneraciones, de un acto final volveremos a un primer acto.