Un día cualquiera en cualesquiera de los teatros del mundo, un portero nos abre las puertas de tan magnífico lugar y nos invita a entrar. Y así comienza la magia:
Portero. —Pase, pase usted.
En efecto, así comienza El señor de Pigmalión, de Jacinto Grau. Una invitación a su imaginación, a una de las obras más interesantes que jamás he leído. Nos introducimos así en el universo de fantasía que revolotea en su mente y que ha creado para nosotros. Una aventura en tres actos de una obra que pide a gritos un público con un sexto sentido especial para viajar más allá del patio de butacas; un público que rompa la pared invisible que les separa del escenario; un público que, con su aplauso, vuele más allá de los muros del teatro donde se representa la obra. En definitiva, un público que se acerque a la obra con ojos e imaginación de niño.
Todas estas recomendaciones son igualmente aplicables a la lectura del libro. Entre otras cosas, porque no es fácil poder ver representada la obra de Grau. Tampoco lo fue en el momento que la escribió. Es más, su estreno no se produjo en España, sino en París, ya que los empresarios teatrales españoles consideraron que esta obra no tendría éxito alguno en nuestro país. Lo de siempre, vaya. ¿Y qué fue lo que ocurrió en 1923 cuando se estrenó en el teatro parisino de Montmartre con la compañía de L’Atellier? Que triunfó. Mucho. Tanto que dos de los más importantes dramaturgos y novelistas del momento —y piezas claves para entender El señor de Pigmalión— se entusiasmaron con la obra. Uno de ellos fue Karel Čapek, que realizó un montaje dos años después y la estrenó en el Teatro Nacional de Praga, el más importante por entonces de Europa; y el otro, Luigi Pirandello, que se interesó por la obra para realizar su propio montaje en su Teatro d’Arte de Italia. A España no llegaría hasta 1928, cinco años después de haber rodado por Europa.
El señor de Pigmalión trata de un afamado ventrílocuo, Pigmalión, que ha creado el espectáculo más increíble jamás visto sobre las tablas. Sus muñecos tienen vida propia e actúan entre ellos sin un mecanismo que les accione. Su espectáculo, que va más allá de un teatro de títeres, llega a los escenarios de Madrid ante la expectación creada en todo el mundo. Los empresarios ven con ojos entusiastas cómo esta obra llenará la caja registradora de la taquilla. La similitud con la realidad es inseparable. Los muñecos, cansados de actuar y seguir las órdenes de su creador, deciden escapar y vengarse de Pigmalión por hacerles como infelices marionetas. La noche antes del estreno, aprovechando la quietud del teatro, los muñecos salen de sus cajas y se escapan, buscando una vida nueva más allá de los muros del teatro. Su rebeldía traerá consecuencias.
Estructurada en tres actos, por las tablas pasarán una serie de personajes muy variopintos: desde los fantoches empresarios a los que Grau despachará a gusto con mordaces críticas, hasta los muñecos, inspirados en las máscaras de la Commedia dell’Arte italiana y en personajes quijotescos. Extremadamente deliciosa resulta la lectura de esta obra. Especial atención a sus acotaciones, donde se describe la escenografía —recargada en el primer y tercer acto, minimalista y sobria en el segundo para dejar que sean los muñecos quienes destaquen—, el sonido de los engranajes de los muñecos o las cerraduras de sus cajas al abrir y cerrar meticulosamente descrito, y por supuesto, la diversidad de registros de cada uno de los personajes que intervienen en el teatro.
La obra bebe de diversas influencias literarias que, no solo permiten conocer mejor el montaje, sino que además abren un camino para leerlas en su conjunto y disfrutarlas aún más. Su más directa referencia es la del mito del escultor Pigmalión y su creación Galatea. El amor que sentía Pigmalión por su escultura era tan grande que decidió moldearla a su modo y, con ayuda de Afrodita, otorgarle vida. La misma relación mantiene el Pigmalión de la obra de Grau con su más querida muñeca Pomponina. Una dulce criatura que enamora a todos los que la ven.
Los citados Čapek y Pirandello también influyeron en la obra del autor español. Del primero, quizás más enrevesado, se podría ver cierta cercanía en la obra R. U. R., teatro de ciencia ficción que explora la creación de robots con alma y que, llegado un momento, también se rebelan contra su demiurgo, en este caso, el sistema deshumanizado que ha creado el hombre. Robots o muñecos, seres inanimados que, por obra del hombre, recobran vida. Mientras que, de Pirandello, la relación con su obra Seis personajes en busca de autor es más plausible. En ella, se aprecia la figura del poeta creador, el autor, que ha dado vida a unos personajes. Estos, en el momento de ser creados ya tienen su propia autonomía, o al menos, la reclaman. De ahí que, al haberse quedado huérfanos, vayan buscando un nuevo autor que cuente su vida. Los muñecos de Pigmalión pedirán también la emancipación del demiurgo, querrán vagar en busca de un nuevo destino. Ambas obras, tanto la de Pirandello como la de Grau, juegan con el elemento clásico del teatro dentro del teatro.
Muchos de estos datos y otros muy interesantes los recoge Emilio Peral Vega en la introducción a El señor de Pigmalión editado por Biblioteca Nueva. Un libro excelente que ayuda a comprender una obra poco conocida y aún menos valorada en su momento, pero que deja ver la extrema calidad teatral que poseía Jacinto Grau. Un autor que, como le ocurriera a Valle-Inclán, Max Aub o la reflexiva puesta en escena de las obras de Unamuno, quizás estaba adelantado a su tiempo. Una concepción teatral que no solo desarrolla un argumento curioso, sino que ahonda en una mordaz crítica de la situación empresarial de los teatros de España a través de sus personajes. Como dije al principio de la reseña, una obra que se disfruta, sobre todo, si te acercas a ella con la imaginación de un niño.
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