Ruido. El roce de dos cuerpos que intentan acompasarse, seguirse, controlarse los instintos o los sentimientos, qué más da. El sonido explosivo de un disparo, o quizá el simple aire que, traspasando la garganta, los pulmones, supone el suspiro que deja el vacío de alguien que se va, que decide irse, abandonar, la vida o a alguien, lo mismo da cuando es el sentimiento el que une esos dos mismos cuerpos que hoy explotan. Y después el silencio. Y volver a buscar el ruido. Contaminar las habitaciones cerradas por elección propia, por obligación. Buscar ese ruido en cada uno de los rincones que, ahora, nos damos cuenta que han dejado una vida vacía, muchos recuerdos destruidos, y una historia contada para que alguien la escriba. Ese alguien es Fernando J. López, de nuevo, quizás siempre intentando volver a él, esperándole, con ese ansia de leer lo que sucede en nuestro interior, aunque no seamos nosotros, aunque todo sea inventado, ficción, pero no lo parezca porque hay algo dentro, en el pecho, en esa falta de respiración que atenaza a veces al pasar la página, que nos recuerde a todo lo que hemos vivido, o a lo que vivimos y no nos paramos a pensar nunca. Ruido. Y un título que nos reinventa a cada paso. El sonido de los cuerpos.
El suicidio de Jorge hace que Mario no sepa cómo sentirse. Incapaz de encontrar las respuestas a algo que no se esperaba, encuentra un cuaderno donde Jorge, director de cine, había esbozado el primer borrador de su última película. Poco podría imaginar Mario que, al abrir ese cuaderno, encontraría el eslabón de una cadena que le llevará hasta Alma, una periodista obsesionada por desentrañar la identidad de un asesino que graba pentagramas en el cuerpo de sus víctimas.
La última novela de Fernando J. López puede entenderse desde tres opciones distintas. La primera, y la más obvia dado su argumento, es de la novela policíaca o, al menos, la de intriga. Sus secretos, su camino hasta desentrañar un final inesperado e incluso las pesquisas de quien intenta encontrar la solución a un problema que no ha esperado encontrarse nunca. La segunda, la real. Esa en la que el autor tan bien se maneja y acaba convirtiéndose casi en una obsesión. Conozco pocos autores que consigan, más allá de los tópicos en los que se retoza la literatura hoy en día, trasladar al papel tan bien la realidad en la literatura gay. Casi como si él estuviera convirtiendo la escritura en una grabación de nuestros sentimientos que, aunque invisibles para la mayoría, él consigue hacerlos visibles, casi físicos, doliéndonos, atravesándonos la piel y dejándonos desnudos. Y la tercera, la combinación de las dos anteriores. Una combinación, en cualquier caso, perfecta en su ejecución y con los elementos perfectamente diseminados por las páginas para que nosotros, lectores ávidos de emociones que nos traspasen. Cada uno puede elegir su opción más sensata para que este El sonido de los cuerpos termine por arrastrarle por los acantilados puntiagudos de la verdad que más duele.
Las obras de Fernando J. López siempre tienen en su interior un aspecto de denuncia que me encanta. En este caso, con El sonido de los cuerpos, contribuye a poner en evidencia la realidad transexual, aquella que en los medios de comunicación permanece cuasi invisible, pero a la vez nos traslada al mundo de las relaciones – y aunque en este caso sean homosexuales, poco importa – donde cada uno de los interrogantes, de sus reflexiones, de los monólogos que cada uno de los personajes mantiene consigo mismo es de una crudeza y una verosimilitud fuera de toda duda. Hay algo que siempre me sorprende – como ya lo hizo La edad de la ira – en todo lo que escribe el autor: la sensación de, una vez terminada la obra, haberme quedado huérfano por unos momentos, esperando ese abrazo de padre, de madre, de familia o pareja, que aplaque por un momento esa sensación de vacío. Esperemos, poco tiempo, a que volvamos a poder tener otra novela suya en las manos. La literatura lo necesita.