Hay libros que consiguen trasladarte a otra época desde la primera página, y El taller de muñecas, de Elizabeth Macneal, es uno de ellos. Bastaron unas pocas líneas para que me adentrara en el Londres de 1850 a través de la vida de sus protagonistas. Anduve por las sórdidas calles londinenses de la mano de Albie, un niño buscavidas que solo aspira a reunir el dinero suficiente para comprarse la dentadura que necesita y al que por las noches no le queda más remedio que dormir en el prostíbulo donde trabaja su hermana. Me estremecí al conocer la tienda de curiosidades de Silas Reed, un taxidermista que disfruta coleccionando las excentricidades más morbosas. Y sentí la claustrofobia de las gemelas Rose e Iris, de veintiún años, que trabajan en el taller de la señora Salter, donde igual pintan la muñeca que servirá de juguete a una niña que una muñeca de duelo que será colocada en la tumba de un niño muerto. Mientras Rose, picada de viruela, parece resignada a esa vida mísera, Iris, que nació con la clavícula torcida, pero cuya belleza sigue intacta, aspira a aprender a pintar de verdad. Desea pintar lo que le venga en gana y librarse de una vez de los insultos y bofetadas de la señora Salter y de los celos de su hermana.
No todo era miseria en esta ciudad, también había proyectos espectaculares y arte. Por un lado, conocí la Gran Exposición de Londres por dentro y, por otro, descubrí la existencia de la Hermandad Prerrafaelita, un grupo de pintores que existió de verdad. Varios de sus miembros reales aparecen entre las páginas de El taller de muñecas. Louis, uno de los protagonistas de esta historia, es uno de ellos (ficticio, hasta donde yo sé). Un día conoce a Iris y le ofrece que sea la modelo del cuadro que está preparando para la Gran Exposición. Además de pagarle más dinero del que ha visto ella en toda su vida, le dará clases de pintura particulares. Para los padres de Iris, aceptar una propuesta así es un camino directo a la perdición; pero, para Iris, es el mundo lleno de oportunidades con el que siempre soñó. Lo malo es que no solo Louis aparece en su vida, también lo hace Silas, que queda prendado de su belleza… y de su clavícula torcida. Y estará dispuesto a todo para que lo ame y se convierta en la joya de su particular colección.
Con todos estos elementos, Elizabeth Macneal hace una recreación vivida de la época victoriana y, sobre todo, consigue que nos involucremos con cada uno de los personajes. Le tomé cariño a Albie desde el principio, empaticé con las ganas de libertad de Iris y Louis me transmitió su fascinación por el arte. Pero quien más puso mis emociones a flor de piel fue el desquiciado Silas. Ha sido una experiencia perturbadora estar dentro de la cabeza de ese hombre y ver cómo su obsesión por Iris iba en aumento. Tan en vilo me tenía que leí las trescientas noventa y cinco páginas de El taller de muñecas en apenas un fin de semana.
Si Elizabeth Macneal ha sido capaz de tanto en su primera novela, estoy deseando ver con qué me sorprende en las siguientes. Promete.
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