Con este libro me la jugué mucho, no voy a negarlo. Sabía de antemano que iba a suponer un reto. No soy demasiado aficionado a las lecturas fáciles —sólo hay que revisar mi historial reciente para comprobarlo— pero en esta ocasión era consciente de que me lanzaba a un territorio que apenas había explorado desde aquellos locos años de bachillerato, no tan lejanos por otra parte. Filosofía era una de mis asignaturas preferidas; quizás no a la hora de estudiarla, pues claramente era mucho más sencillo memorizar los cabos de España o las fases de la I Guerra Mundial que el método cartesiano, pero descubrir nuevas formas de reflexionar acerca del sentido de la vida y de las grandes preguntas que sobrevuelan nuestra existencia me pareció tan revolucionario como necesario. Tanto es así que no pude evitar decepcionarme al conocer la noticia de que una de las últimas reformas educativas en nuestro país buscaba reducir su importancia en las aulas. Una forma, tan sutil como perversa, de reducir las libertades de los estudiantes, al no incentivarles a descubrir a los grandes pensadores de la historia.
El teatro de la memoria, pues, ha supuesto mi reencuentro con la filosofía y este ha tenido su parte agradable y su parte dramática. Empezando por lo malo, esta lectura me hizo sentir, desde casi el primer momento, que me venía grande; ironías de la vida, dado su pequeño tamaño. Y es que uno no puede evitar sentirse sobrepasado y hasta, por qué no decirlo, ignorante, frente a un libro como este. No en vano, las referencias a autores y trabajos filosóficos son constantes. Lo positivo es que Simon Critchley demuestra ser un gran divulgador, al utilizar un lenguaje sumamente sencillo y una trama atrayente para conseguir que no desistas a las primeras de cambio.
El argumento, que más bien es un contexto sobre el que el filósofo británico posa su reflexión, es bastante curioso. El protagonista —que no es otro que el propio autor— recibe una serie de cajas con diversos documentos, todos ellos de tipo filosófico, que habían pertenecido a Michel Haar, un filósofo francés fallecido unos días antes. Entre los documentos Critchley encuentra un ensayo que le llama poderosamente la atención y que habla sobre el arte de la memoria y sobre la recurrente voluntad a lo largo de la historia, por parte de numerosos pensadores, de construir un edificio capaz de contener todo el pensamiento humano. Esta idea, junto a otro importante hallazgo que encuentra en una de las cajas, le llevan a obsesionarse profundamente, hasta el punto de decidir dedicar el resto de su vida a la construcción del teatro de la memoria.
Como ya he comentado, pese a que el lenguaje y la narración es asequible, no ocurre así con la mayor parte de las ideas y reflexiones que uno se encuentra cada pocas líneas. No recuerdo ningún libro —al menos no de esta extensión— que me haya obligado a hacer tantos recesos y a tener que releer tantas veces. Aún así, creo que el autor construye un híbrido eficaz, a caballo entre el ensayo filosófico y la novela (con más de lo primero que de lo segundo, eso sí) que es capaz de enganchar incluso a los que nos cuesta recordar de qué iba aquello de “el mito de la caverna”.
¿Qué he sacado en claro de El teatro de la memoria? Mentiría si dijera que mucho, aunque me aventuraré a lanzar una hipótesis. Para mí, el propósito de Critchley con este proyecto es el de jugar a elaborar su propio teatro de la memoria, un inventario de su propia vida, sus recuerdos, sus conocimientos y sus motivaciones para que éstas queden a salvo para cuando él ya no esté. Y es que qué es un libro sino un teatro de la memoria.