Cuando recibes el libro de un autor que no conoces tienes dos opciones: o investigar sobre él – aunque solo sea leer la solapa del libro con sus datos biográficos – y saber quién es o dónde ubicarlo; o, por otro lado, olvidarte de todo ello y empezar a leer, con el menor número de prejuicios posible. Iba a decir sin prejuicios, pero creo que eso es inevitable.
Algo parecido me ha pasado con Jules Vallès y El testamento de un bromista. He empezado a saber de él al terminar la lectura y gracias a ello he entendido por qué me sabía tanto a Naturalismo y a Revolución Francesa. Nació en 1832 y, tras pasar una dura infancia, dedicó sus años de juventud y adultez a la causa revolucionaria, lo que le complicó su andadura vital hasta el punto de acabar exiliado y falleciendo a los 52 años de edad. Ha sido estrechamente relacionado con autores como Zola, Lautréamont o Rimbaud y su obra se ha convertido en referente para escritores de renombre como Michel Tournier o Javier Cercas.
En El testamento de un bromista (Editorial Periférica), un primer narrador autor nos informa de la noticia de que el conocido como «el bromista» se ha suicidado. Para él, no le parece que aquello sea algo sorprendente pero sí la reproducción del testamento de este. Por esa misma razón, y tras unas primeras páginas en las que el narrador nos cuenta que las que tendremos delante «son páginas curiosas, como todas las páginas memorialísticas donde el hombre anota los minutos decisivos de su vida: minutos felices, minutos tristes; momentos solemnes, momentos extraños», se nos sumerge en el testamento en cuestión, que no es más que una especie de diario de infancia.
A partir de ese momento, nos ponemos en la piel de Ernest Pitou, un niño maltratado por sus padres y falto de amor doméstico que ve la vida desde unos ojos de cristales rotos. Todo para el pequeño Pitou es sinónimo o causa de tragedia. Todo acaba mal y esa es la proyección de su vida. A través de las palabras traducidas por Luis Eduardo Rivera, Vallès nos relata algo que para muchos es un reflejo de la infancia del escritor francés. Desde su paso por el colegio a la independencia en una ciudad de París extraña para un niño de provincias que lo único que espera es la sorpresa de unos brazos abiertos sin hambre de golpes. Con el trasero siempre escocido por el golpeo diario de su madre, Pitou ofrece un retrato de cuánto puede doler una infancia y de la pobreza que azota tanto el exterior de su vida como el interior. Ernest Pitou ve pobreza y la siente, se sabe un pobre rodeado de la más alta pobreza, en todas sus acepciones posibles.
Lanzando fuertes puyas a la educación y al sistema escolar, Vallès se pone en la piel de alguien que bien pudo ser él años atrás para proyectar el sentimiento de vacío original en alguien que no ha conocido lo que es tener un verdadero padre o una verdadera madre. Como bien podemos leer llegando al final del libro: «¡Dios mío, me acuerdo de todo!, y a medida que crezco, crece también la herida en mi pecho: sangro por dentro»; o, unas páginas más adelante: «todos estos recuerdos de niño empapan mi vida de adulto».
Y es que El testamento de un bromista es eso: la herencia de un dolor incurable que ha quedado marcado a fuego desde la infancia de un niño golpeado, un niño que bien pudo ser y todo indica que así fue, el propio Jules Vallès.