Hubo un tiempo en el que el crimen no era trendy y en el que la novela negra norteamericana, carne de ediciones de kiosco y bolsillo, estaba poblada de tipos como C.W. Sughrue, el protagonista de El último beso. Detectives privados que recibían encargos de esposas despechadas, rubias despampanantes o camareras desamparadas y que, después de resolver cada caso, se bebían su salario en menos de lo que tardaba en llegar el próximo cliente. Para ser sinceros, a veces ni siquiera esperaban a resolver nada.
El último beso comienza precisamente en un tugurio de Sonoma, California, donde Sughrue va a parar siguiendo la pista de Abraham Trahearne, famoso escritor de bestsellers al que su exmujer quiere encontrar y hacer volver a casa aunque sea a rastras. Tras una trifulca, y de manera fortuita, Sughrue manda a Trahearne al hospital con una bala en el culo, así que para terminar el encargo necesita quedarse a su lado unos días. La fortuna, o la mala suerte, depende de cómo se mire, le pone en bandeja una nueva clienta: la dueña del tugurio de Sonoma le propone investigar mientras espera la desaparición diez años atrás de Betty Sue Flowers, su última hija viva.
¿Por dónde empezar? El antiguo profesor de teatro de Betty Sue, su padre, su novio pusilánime, cualquiera de ellos puede tener la clave, así que junto al propio Trahearne, medio recuperado, y a un bulldog alcohólico que termina sus tragos y les observa desde el asiento de atrás del descapotable del escritor, Sughrue comienza sus pesquisas y pronto convierte el asunto en algo personal. La estructura es clásica: el trío va de entrevista en entrevista, una pista lleva a otra y, aunque entre medias no hacen más que cagarla y emborracharse (sobre todo el perro), se las arreglan para no quedar en punto muerto.
James Crumley alcanzó lo que muchos consideran la cumbre de su carrera explotando el hard-boiled como nadie en El último beso. Un ritmo de road-movie, secundarios disparatados y únicos, y una plétora situaciones tan grotescas como ideales para la trama hacen que esta novela sea imposible de dejar. Su prosa correcta, incluso contenida, y tres o cuatro pinceladas de crítica social en las que reparte tanto a diestro (la guerra de Vietnam) como a siniestro (el movimiento hippie) elevan el conjunto bastante por encima de la media.
Tengo que reconocer que, como ya me ocurrió en su momento cuando volví a Pepe Carvalho, C.W. Sughrue destila a ratos tanta autosuficiencia y mansplaining que me provoca cierto rechazo. Por fortuna, la novela negra ha evolucionado para bien desde aquellos tiempos salvajes y ahora tenemos tramas más complejas y escenarios diferentes a los típicos bares de carretera y moteles de mala muerte. Sin embargo, no deja de ser sumamente entretenido regresar de vez en cuando a las correrías de investigadores como él, y salvar de la corrección política algunas joyas que todavía merecen un poco de cariño. Más aun cuando la traducción, muy buena, corresponde a Enrique de Hériz, que en paz descanse.
Además, ¿he dicho ya que uno de los protagonistas es un perro que bebe tanto o más que cualquiera de los otros personajes?