El vestido azul, de Michèle Desbordes

El vestido azul es una extraña novela y lo es no porque explore vidas de personajes reales o porque se sumerja en la mente de alguien a quien las convenciones sociales tuvieron por loca, tampoco porque describa las dificultades de mantener equilibrio al andar sobre la línea roja que separa el arte de la locura, lo es por su mirada, por su capacidad para ver sin juzgar, para describir con una suerte de frialdad cálida que llega al lector allá donde las moralinas, los efectismos y las apelaciones primarias habituales no llegan.
Me encanta algo que dice el texto de contraportada que resume a la perfección lo que es este libro: “nos cuenta la tragedia «tranquila» de habitar los límites de uno mismo”. Tragedia que sin duda lo es, tranquila solo cuando uno se derrota o le derrotan. Es el caso de la anciana protagonista, la escultora Camille Claudel, quien a su innegable talento artístico suma la relación tempestuosa que le unió al escultor Rodin, cuyo desborde sentimental acabó dando con ella en el manicomio por muchos años. Su extravagancia y la voluntad de su familia, que tal vez habría tolerado mejor su condición de “mujer con gatos” si no se hubiesen unido a ella su notoriedad artística, su carácter indómito y su tendencia al escándalo. Mi sensación es que en aquella época la diferencia entre la genialidad y el manicomio no era otra que el género. Si Camille Claudel hubiera sido hombre habría pasado a la posteridad como un genio extravagante, en lugar de vivir décadas en el manicomio en el que, finalmente, murió olvidada.
El vestido azul no sólo repasa su vida, también pasea con Camille por los senderos del manicomio, nos muestra cómo coge una silla y sale con ella a esperar a su hermano, las muy escasas visitas de su hermano al que le une una relación tan contradictoria como intensa. Nos acompaña en su esplendor, en su amor, en su reclusión, en su rendición. La imagen de esa anciana con un vestido raído, sentada es una silla mirando a la entrada y esperando tiene una gran potencia literaria, y la forma de afrontarla de la autora, sin efectismos (y mira que los tenía a mano) intensifica sin duda las emociones del lector. Toda una lección de literatura.

Cuando él llegaba la encontraba allí, medio adormilada de tanto esperar, con aquellas ropas tan holgadas y la cabeza hundida sobre el pecho; entonces la miraba, permanecía de pie delante de ella un momento, contemplando aquel rostro demacrado y fatigado, aquellos párpados pesados y tan transparentes que podían verse las venitas, el pulso sanguíneo a flor de piel; ella, Camille, con su viejo vestido, su viejo abrigo y aquellas zapatillas de fieltro verde que no se quitaba nunca; y cuando abría los ojos, él estaba delante de ella, hablando en voz baja y diciendo que había llegado, que el camino había sido largo y que había tardado más de lo que habría querido; ella se sobresaltaba, recomponía su peinado o la tela arrugada sobre las rodillas, luego le tiraba de un brazo para que se sentara un momento en la otra silla, se quedaban allí un rato y después marchaban por los senderos, cada vez menos lejos, cada vez menos tiempo, decían que ahora se cansaban más, y al volver al pabellón, bebían en aquella pequeña habitación el té que él había traído de China, o el que le había regalado Jessie Lipscomb cuando estuvo allí de visita, miraban las fotografías; uno al lado del otro, en aquella cama pequeña, la tela de la colcha sobre la que ella colocaba las fotografías que arrancaba de la pared, quitándoles las chinchetas que las fijaban y, tomando una foto detrás de otra, se inclinaban sobre el papel aun brillante cuyos negros y grises se degradaban hasta convertirse en ese pálido color sepia en el que los rostros, las miradas parecían querer desvanecerse y recuperar su misterio, su insondable lejanía, y levantándose a veces para acercarse a la ventana y poder ver mejor, recordaban el día y el año y a aquellos que estaban allí son ellos; ella decía que no olvidaba, que no hacía otra cosa que recordar, y él respondía con aquella voz siempre fuerte y ruda, a pesar de la dulzura. De la ternura que intentaba emplear en aquellos días.

Camille anota las visitas de su hermano, un registro con tantas ausencias que debía ser el cuaderno más triste del mundo, pero ella siente la necesidad de anotarlo todo. Probablemente fuera su asidero, su clavo ardiendo. Aunque demostrase la infrecuencia de las visitas, también ponía negro sobre blanco que eran reales. Ella escribía y esperaba, y nosotros podemos, como dice Patrick Kéchichian en Le Monde “escuchar admirablemente la vibración de un tiempo detenido”. Eso es lo que tuvo que vivir Camille, un tiempo detenido en sus ausencias, en su derrota.
El vestido azul es la crónica tranquila de una vida intensa y libre, mientras fue vida, y de un triste compás de espera mientras fue ausencia y reclusión. Y es verdaderamente notable que Michèle Desbordes haya encontrado suficiente belleza en ambas como para construir esta delicada, elegante y muy recomendable novela.

Andrés Barrero
contacto@andresbarrero.es
@abarreror

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