Osho es una de esas personas que no dejan indiferente. Un somero vistazo a la web nos revelará que tiene tantos seguidores acérrimos, aun décadas después de su muerte, como vehementes detractores. Siguiendo un consejo del propio Osho, no tenemos por qué decantarnos –aunque el ser humano tenga la costumbre, o mejor, el hábito, de formarse inmediatamente una opinión acerca de cualquier cosa–; lo mejor que podemos hacer, si el personaje suscita nuestra curiosidad y queremos saber a qué viene su fama y su influencia, es leer uno de los muchos libros basados en las charlas, jornadas, lecciones y encuentros que lideró y mantuvo con seguidores, puesto que el propio Osho no dejó escrito ningún libro.
Con los libros de Osho sucede una cosa curiosa, y es que, aunque todos vengan a decir exactamente lo mismo, cada uno de ellos se lee como si fuera totalmente distinto y original, y conserva la frescura de un mensaje nuevo. Quizá ello se deba a que, tanto en su momento como ahora, la sociedad occidental está necesitada y hambrienta de leves toques de atención, de señales en el camino que la ayuden a reconducir su atención hacia lo esencial, en lugar de hacia lo accidental, como hacemos por defecto. Tomemos como ejemplo este En busca de la paz que hoy nos ocupa.
Fundamentalmente, lo que en él encontraremos no difiere mucho de lo que leímos en Confianza, o en Intuición, o en aquel Vivir peligrosamente que comentábamos no hace tanto tiempo; pero nos gusta volver a leerlo con otras palabras, nos gusta encontrarnos con los pequeños chistes y las anécdotas a los que tan aficionado era Osho, nos sentimos bien sintiéndonos orientados y guiados; por supuesto, también nos agrada –y forma parte inseparable del lote, como sabe cualquiera que ha leído a Osho– la impertinencia del personaje, su carácter contradictorio, sus boutades, sus frases aparentemente absurdas, su forma de invitarnos a verlo todo del revés, quizás para darnos cuenta, al final y a la postre, de que ni nosotros, con nuestra visión convencional de las cosas, tenemos toda la razón, ni lo que él predica es tan ilógico; pero también de que, por otro lado, quizá esté bien leer sus charlas con el espíritu crítico activado y negarnos a creer todo lo que nos dice. Porque escuchar a Osho es también aceptar la premisa de que no debemos dar por bueno ni por cierto nada de lo que él afirma; como él mismo aconseja en este libro, no debemos inclinarnos ante él, ni tocar sus pies como si fuera un ser superior, divino e infalible; escuchar a Osho nos hace darnos cuenta –y quizá no sea ésta la menor de sus enseñanzas– de que también él es profundamente humano, de que a veces nos cae mal, de que puede parecernos que no está diciendo más que tonterías, pero que en sus palabras hay una verdad que resuena dentro de nosotros, que conecta con nuestra intuición y nos hace sentir como nos sentimos en presencia de lo verdadero y de lo auténtico.
Tengo los ojos abiertos, observo y luego decido lo que me parece mejor. Y no me comprometo con nadie. Cuando algo me parece mal, lo digo. Y no me comprometo con nadie. No me gustaría que os vieseis atrapados por alguna secta o por algún “ismo”. También se podría crear una secta alrededor de mí; también podría haber campamentos y cultos alrededor a mí. Hay algunos amigos que empiezan a creer que son mis discípulos; pero se equivocan. Yo no tengo discípulos ni quiero tenerlos, porque ese tipo de relación al final se convierte en otra secta, y eso significa que e has atado a mí. Quiero que el hombre sea completamente libre.
¿Hay alguien, simpatizante o no de Osho-Rajneesh, la figura pública, religiosa y mediática, o el hombre detrás de esa figura, que pueda estar en desacuerdo con esa declaración? Pero, ¿cómo ser un conocido líder, de gran influencia, y prohibir a la gente que te escucha que se conviertan en tus seguidores? Una buena forma de hacerlo es desafiar constantemente su coherencia, moviendo el suelo bajo sus pies, empujándolos en una dirección y en la contraria, de modo que al final lleguen a la única conclusión posible: las palabras, las frases, los discursos, incluso las oraciones, tienen un valor relativo, instrumental; tan sólo señalan el camino, pero no debemos confundirlos nunca con el objetivo final. Y lo mismo se puede aplicar a aquel que dice esas palabras y esas oraciones. Mucho de ello nos recuerda Osho en En busca de la paz; este libro no nos enseña dónde está esa paz tan elusiva para el ser humano, a la par que tan necesaria, pero, tras leerlo, quizá nos sintamos un poco más cerca de ella.