Reseña del libro “Entre sarmientos”, de José Manuel García Durán
Entre sarmientos es un libro hermoso. Lo es porque lo que cuenta lo cuenta con sensibilidad y belleza, con un estilo cuidado y las dosis justas de lirismo como para que su alma poética brote como las plantas del huerto del protagonista ven la primavera. Pero también lo es porque mira a los ojos a ese Walden interior que muchos llevamos dentro: no es un libro que hable de la naturaleza salvaje tanto como del campo, explora las raíces rurales y esos ascendentes, como el del padre del protagonista, que eran fundamentalmente hombres buenos cuyo catálogo de sabidurías era tan amplio como grande su corazón, aunque apenas supieran leer.
Y además de hermoso, o precisamente por eso, es un libro íntimo. Lo es para el autor, por supuesto, pero también para el lector porque Entre sarmientos se lee como si hablara de uno mismo, como si regara sus raíces incluso si su experiencia vital es diferente de la del protagonista. Es uno de esos libros que de alguna manera uno cree escritos para él.
Y si me lo permiten es hermoso también porque es un farolillo verde de esos que cantaba Ruibal (tengo un farolillo verde/por si de noche te pierdes/y la luna te abandona). Al protagonista le abandona no sé si la luna, pero sí la vida, es un hombre perdido que vuelve a sus orígenes para encontrarse, para detener una espiral, un vacío interior que de repente se adueña de su por lo demás exitosa vida, y esa experiencia que narra, esa búsqueda entre sarmientos, es un farolillo verde, o un faro, o un mapa, como deseen, para todos aquellos que tan cerca vivimos de perdernos en una sociedad a la que de por si le cuesta tanto saber dónde está como hacia dónde quiere ir. Y tal vez por eso funciona tan bien, porque la experiencia individual del protagonista tiene mucho de colectivo.
El protagonista, dicho queda, es un profesional de éxito que de repente percibe una devastadora espiral creciente en su interior, un vórtice que amenaza con destruirle a no ser que se enfrente a una realidad que lleva mucho tiempo erosionando su propia percepción de si mismo: se encuentra completamente perdido, el éxito no solo no le ha hecho feliz sino que le ha convertido en un completo desconocido. En una situación así mucha gente habría optado por conocer a ese extraño y congraciarse con él, porque es un tipo de mucho éxito y con la vida aparentemente resuelta, pero el vórtice, además de peligroso es polifacético y debe tener algo de poeta porque el efecto que causa en él es el contrario, comienza a ver en detalles aparentemente intrascendentes los destellos de la vida sencilla perdida (ver por ejemplo a un aprendiz de director de orquesta en un churrero me parece una idea brillante) y decide buscarse en sus raíces, en su pueblo o, para ser más exacto, en el de su padre porque él hace tiempo que dejó de ser de allí.
No es fácil recuperarse a si mismo trabajando la tierra, con un duro pero sumamente digno trabajo manual, arreglando los estragos del tiempo de abandono en las vides y la huerta de su padre, reencontrando el sentido de la vida en el trabajo agrícola cual esforzado tolstoiano. Y no sé si es una solución universal, probablemente a muchas personas no les serviría, pero lo que sí se es que es un camino hermoso, que lo que aprendemos con el de la huerta y, sobre todo, de las vides, es verdaderamente apasionante. El cuidado y el cariño que invierte en esas vides emulando a su padre, es todo un ejemplo de esfuerzo y dignidad que es un espectáculo contemplar.
He tenido la fortuna de reseñar las anteriores novelas del autor, El cementerio de las tumbas vacías y Tierra de cobre y sangre, que son sin duda novelas magníficas, pero son tan absolutamente diferentes a esta que es imposible no preguntarse hasta qué punto Entre sarmientos no ha supuesto para el autor un viaje paralelo al de su protagonista. De dos novelas complejas con tramas intrincadas que suponían la principal fuerza motora de las mismas, pasa a un relato sencillo, íntimo en cuya alma vive mucha más poesía que intriga o suspense. Como él mismo dice, habla de cosas sin importancia y de la importancia de las cosas y lo hace de la mano de personajes poderosos, verdaderamente atractivos y de la fuerza imparable de la vida cuando se transforma en palabras.
Es un viaje a la vida sencilla, a esa vida rural que tengo la sensación que ahora se utiliza de forma sumamente demagógica y a la que le nacen salvadores que pretenden llenar esa España vacía de cosas que ni necesita ni quiere, porque en realidad está muy llena de vida, de experiencias, de dignidad y de trabajo. Y de palabras, porque utiliza el autor algunas palabras y expresiones que no están olvidadas, sino que son poco conocidas fuera de su zona geográfica, como lieva, noria de cangilones o mi preferida, lebrillo, que me trae muchos recuerdos de los buenos, de los de niño en la cocina familiar. También es destacable una utilización muy inteligente de los refranes o incluso del móvil, que es un inesperado recurso poético. También lo son los relojes, por cierto.
Pero sin duda lo más especial de este ambiente que logra crear el autor es el trabajo con las vides, cómo nos explica lo mucho que hay que hacer y cómo hacerlo, no como un tratado de viticultura sino como lo aprende un niño a quien se lo explica un padre sabio, que le enseña un oficio al tiempo que muchas lecciones importantes sobre la vida. El protagonista necesita poner en práctica las que aprendió sobre los sarmientos para recordar y ser capaz de aplicar las otras.
Y también hay perros, y son importantes, y lo son de una manera tan especial que ahora mismo entendería menos la historia sin ellos que sin los propios sarmientos.
Entre sarmientos es mucho más que una novela, sus múltiples méritos escapan a esta reseña pero no porque no se pueda hablar de ellos, que podría hacerse largo y tendido, sino porque su hábitat no es este sino el corazón de los lectores donde este libro plantará semillas con más eficacia que las que planta el protagonista en su huerto y allí echarán raíces, que no son diferentes de las de nuestros mayores a los que haríamos bien en recordar más a menudo con la misma mirada con que los contemplábamos de niños: como si fueran héroes. Porque lo eran. Porque lo son.
Andrés Barrero
@abarreror