Ayer tuve una conversación en la que hablamos de las princesas de Disney. Mi madre siempre me cuenta que mi película favorita era Dumbo y no que no soportaba ver La Cenicienta o La bella durmiente. Toleraba bastante bien La Sirenita —porque las canciones me flipaban— y solía decantarme por otras historias como El libro de la selva. Precisamente de esto estuve hablando ayer, porque desde que tengo uso de razón he odiado a las princesas. Será porque no las entiendo, porque no comprendo esa forma de ver la vida y enfrentarte a ella. No empatizo, y eso es fundamental para que una película de este estilo te guste.
Jamás he comprendido por qué la Cenicienta le pedía al hada unos zapatos de cristal en vez de ayudarla a deshacerse de su madrastra. Nunca he entendido por que Ariel prefiere dar su voz —su bien más preciado— a cambio de unas piernas que hagan que un tipo se enamore de ella. Y nunca me entró en la cabeza por qué Aurora tuvo que pagar por lo que hicieron sus padres y Maléfica decidió que solo se salvaría cuando un extraño, sin su permiso, la besara. En fin… será que yo no entiendo de princesas, o que me iba el drama de ver cómo Dumbo se separaba de su madre, pero en mi casa nunca se estiló el rosa.
Y doy gracias, porque mi madre lo permitió, porque no intentó meterme a la fuerza esas cosas que se supone que deberían gustarme. Porque me dejó hacer y, lo más importante, decidir.
Por desgracia, esa no es la norma general. No normal es que a las niñas se las eduque diferente: no deben engordar, deben estar guapas, depiladas, arregladas. No pueden hacer según qué cosas, esas que están reservadas al género masculino. Se espera tanto de ellas, que no pueden salirse de la línea ni un solo segundo. Igual que con los niños: no deben llorar, deben ser fuertes, demostrar que son autosuficientes. Solamente pueden verse atraídos por las cosas de hombres, nada de demostrar sus sentimientos —los chicos no usan de eso— y esto, al final, resulta agotador.
Pues bien, de todo esto y mucho más habla Érase una vez una princesa que se salvó sola, un libro precioso compuesto por varios relatos escritos por Sara Cano, una chica que decidió ver el mundo desde otra perspectiva y trató hacer de ello una filosofía. Este libro, cortito pero lleno de enseñanzas, ayuda a ver todo desde otros ojos: desde los de una niña gorda que no quiere quedarse en bikini delante de sus amigos, los de una princesa que decide cortarse la trenza y hacer una escalera con ella para bajar de la torre, los de una chica que siente mariposas en el estómago que no están movidas por ningún hombre, los de un niño que decide hacerse una capa como su heroína favorita…. En fin, un montón de historias en las que estoy segura de que tú te vas a encontrar.
Yo, al menos, lo he hecho.
También hay que mencionar las ilustraciones que acompañan a cada uno de los cuentos, que son maravillosas. Cada una está hecha por una ilustradora diferente, encontrando nombres como Ana Santos, Lady Desidia o María Hesse. Son imágenes que reflejan a la perfección el contenido de cada uno de los cuentos y, lo que más me ha gustado de ellas, es que cada una es totalmente distinta a la anterior. Se nota que cada persona ha cogido uno de los cuentos y lo ha interiorizado a su manera, pintando después lo que ha sentido al leerlo y sin perder en ningún momento su estilo propio. Y eso, a mi parecer, es algo precioso.
Me alegra muchísimo que existan libros como este, de verdad os lo digo. Érase una vez una princesa que se salvo sola enseña que debemos luchar por lo que creemos. ¿Que una niña quiere ser princesa? Perfecto. ¿Que quiere ser una guerrera? Pues muy bien también. No se trata de imposiciones, se trata de libertades, que cada uno decida lo que quiere hacer con su vida y que luche por ello sin miedo a las consecuencias. Y sé que esto es más fácil decirlo que hacerlo, pero libros como el de Sara Cano ayudan a allanar un poco el terreno. No quita las piedras, pero te da una mano para ayudarte a no caer. Y eso, de nuevo, me vuelve a parecer precioso.
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