Guy Delisle es uno de esos autores a los que injustamente hemos circunscrito a un solo género, merced al gran grabajo que hizo en obras como Shenzen, Crónicas birmanas o Crónicas de Jerusalén, donde puso de manifiesto su talento para unir el formato de la novela gráfica con un tono más periodístico y documental. Antes de que las televisiones occidentales se pudieran adentrar en el misterio comunista que era Corea del Norte, Delisle ya había publicado Pyongyang, una crónica de su experiencia en el hermético país oriental como supervisor de un estudio de animación, que le permitía pintar un fresco tan asombroso como devastador del país.
Pero el autor canadiense no se ha limitado a este terreno, y además de otras obras como Guía del mal padre, en la recientemente editada novela gráfica Escapar: Historia de un rehén (Astiberri), podemos ver como Delisle se adentra en otros terrenos narrativos con buena nota.
En Escapar, Delisle cuenta la historia de Christophe André, cooperante de una ONG médica en Chechenia que fue secuestrado. Corría el año 1997 y tenía la mala suerte de que era su primera misión humanitaria. Su cautiverio iba a durar más de cien días, pero como él mismo dice “ser rehén es peor que estar en la cárcel. En la cárcel sabes por qué estás allí y en qué fecha saldrás. Cuando eres rehén no tienes nada.”
Guy Delisle, que ya había mostrado interés por el trabajo de misiones internacionales en otros trabajos anteriores (está casado con una doctora de Médicos Sin Fronteras), se entrevistó varias veces con André para poder contar su historia. Para ello, opta por un enfoque diferente al de sus obras más conocidas. En esta ocasión, su trazo se hace más realista, a la vez que más esencial: su natural estilo caricaturesco da paso a uno más frugal pero aún así más contudente. Recuerda en su economía de medios, y al trazo sobrio, a un David Mazzucchelli. La elección del color es también muy precisa: tan sólo un azul y un gris marronoso son los tonos elegidos para la historia.
A partir de aquí, el autor construye la historia de un encierro que se convierte básicamente en una lucha contra el tiempo y contra la locura. En ese lapso de ciento once días de reclusión, el espacio deja de tener sentido y el protagonista, al igual que el autor, se ve obligado a bucear en el mundo interior. Delisle opta por un enfoque que hace partícipe al lector de la psicosis que produce el encierro: son más de cuatrocientas páginas en las que, si hay que decir la verdad, apenas pasa nada. El joven cooperante es cambiado de ubicación en un par de ocasiones y nada más. Todo el resto está formado por sus meditaciones, sus pensamientos, sus miedos e inseguridades, sus anhelos, sus deseos y fantasías. Los días pasan lentos y Delisle lo traslada al lector de forma magistral, a base de capítulos cortos que se abren y cierran con una página en blanco. El autor otorga mucha importancia a esos espacios vacíos, a esos ángulos que normalmente no miramos y que ahora son todo lo que tiene para observar el protagonista Pero ese único escenario y ese único protagonista consiguen que el lector pueda entrar muy bien en la historia y que pueda empatizar con el secuestrado. Al final de la obra (la peripecia final, una de las mejores partes del libro) uno cierra el volumen y parece que respira aliviado, feliz de poder haber salido también del cautiverio.
A pesar de retratar una reiteración de días en las que personaje y lector apenas puede llevar la cuenta del tiempo que pasa, la historia de Delisle es muy ágil, y, gracias a su dominio de la narrativa (recordemos que ha trabajado mucho tiempo como animador) el cómic, por muy largo que pueda parecer, se lee de una sentada. Una de los mejores Delisle de los últimos años, una lectura vibrante que lleva al lector a un encierro similar al de su protagonista.
@cisnenegro