No soy fan de Dennis Lehane; en eso, como en muchas otras cosas, me diferencio de Stephen King, que recomienda calurosamente todas y cada una de las novelas de Lehane; al menos, así lo aseguran las campañas de lanzamiento de cada nueva obra del de Boston. Hubo una novela de la cual el de Maine aseguraba que le había ayudado a salir del pozo de la depresión, o algo así. Para decir eso de una novela y de un escritor, tienen que significar mucho y ser muy queridos para uno, eso está claro.
En mí, la primera obra que leí de Lehane tuvo un efecto muy diferente: me indignó. No lo bastante para abjurar para siempre de un autor tan laureado, pero sí para enfadarme con él. No podía creerme que una novela por lo demás tan bien tejida, tan emocionante, tan interesante psicológicamente, acabara tan en falso, de una forma tan cruel, tan gratuita, tan estúpida, tan miserable. Sin embargo, le di más oportunidades a Lehane y leí dos o tres más de él. No me parecieron maravillosas novelas, ni inolvidables por ningún motivo, ni siquiera por un desenlace tan profundamente fallido, tan inmoral, tan poco humano como el de aquella primera novela que leí. Me parecieron lecturas entretenidas, eso sí; quizás seguía disgustándome un poco la afición –o la facilidad, no lo sé- del autor por la crueldad, y digo crueldad por parte de sus personajes y crueldad hacia sus personajes (quizá sea la misma cosa, si es que hablamos de novelistas); pero seguramente ése sea problema mío como lectora, no de él como autor, ya que, diré que lamentablemente, las novedades editoriales abundan en temas y escenas escabrosos.
Ahora, he aprovechado la oportunidad de leer Ese mundo desaparecido, y debo decir que esta novela sí me ha parecido lo que las anteriores no. En efecto, es una novela perfectamente armada, muy bien escrita, entendiendo por escribir no sólo la plasmación y composición de frases que conforman una historia, sino la buena dosificación de información; los giros argumentales bien medidos y administrados y colocados con admirable tino y sentido de la oportunidad; la maravillosa alternancia de historias, subhistorias, puntos de vista, ambientes y humores; y, sobre todo, la magia que hace que algunos personajes e historias no sólo parezcan, sino sean de verdad reales y otros, tan bien o incluso mejor escritos, no. Es la misma magia que desprende la pluma del rendido admirador de Lehane, Stephen King, aunque no sea el escritor con mayor sentido de la poesía ni el de vocabulario más extenso ni el de variaciones argumentales más ricas y sorprendentes. Sencillamente, esta vez sí, esta vez Dennis Lehane me ha atrapado, y no he podido abandonar la lectura hasta saber cómo terminaba el libro.
Y no es que lo ignorara cuando empecé a leer. Porque ésa es otra de las virtudes de escritor que deja bien patente Dennis Lehane en Ese mundo desaparecido: sabe marcar el tono. Hay autores que lo saben hacer muy bien. Al leer las dos primeras páginas, uno piensa: ya sé cómo va a terminar el libro. Lo sabe, porque Lehane se lo hace saber en los primeros compases. Ya: estamos a punto de leer una auténtica tragedia griega ambientada en el mundo del hampa de alto standing de los años 40 en EEUU. Y sabemos cómo va a acabar, casi con exactitud. Nada de ello va en detrimento del interés que suscita la historia, más bien al contrario: precisamente porque sabemos cómo va a terminar este sórdido asunto, queremos seguir leyendo, para ver cómo se van confirmando una a una nuestras sospechas, y porque, a veces, no hay espectáculo más hermoso que ver al gran héroe griego cumplir su pathos. Es quizá por ello por lo que puedo arriesgarme a decir que, seguramente, esta novela no es en absoluto inferior a sus dos predecesoras en la trilogía: Cualquier otro día y Vivir de noche.
Ese aire trágico que permea toda la novela es un enorme valor añadido y forma parte de su poder de atracción. Lo embellece todo, hasta las acciones más retorcidas, mezquinas, arrastradas e indignas de los personajes que pueblan Ese mundo desaparecido. Son, y ellos lo saben, dioses con pies de barro que han erigido su imperio subiéndose a lomos de cientos de cadáveres de hombres, mujeres y niños asesinados en nombre de la codicia y del afán de poder; son menos que hombres, son seres infrahumanos capaces de cualquier cosa con tal de retener un día más el control sobre sus pequeños territorios, cerrados a sangre y fuego en torno a sus tronos de corruptos reyezuelos. Hombres que sólo viven para sí mismos y para la alimentación de sus inflados egos y que llaman a lo que ellos hacen heroísmo, vivir al margen de la ley, tener honor, respetar a la familia y ser leales hasta la muerte; pero que, llegado el momento de la verdad, son capaces de vender a sus mejores amigos, a aquellos a quienes llaman hermanos y con quienes antaño forjaron pactos de sangre.
Dennis Lehane dibuja el mundo del hampa de los años 40 como lo que fue, un auténtico baño de sangre, un juego de tronos en el que todo el mundo acabó perdiendo, empezando por los más débiles. Un mundo de hombres que mataban a sangre fría y morían llamando a gritos a su madre e imploraban un segundo más de vida al congénere que les estaba apuntando con su arma. Un mundo de muerte y pérdida, pero eso sí, revestido de hermosas palabras: orgullo, honor, linaje, familia, lealtad, hombría, coraje. Todo mentira, como nos lo demuestra el protagonista, Joe Coughlin, antaño rey de la mafia de Florida y actualmente duque de la misma y mano derecha del jefe de los jefes, Dion Bartolo, y bien conectado con todo el mundo; un tipo listísimo, capaz de hacer ganar dinero a espuertas a todo aquel que estaba colocado justo por encima, de modo que a todo el mundo le conviene que siga vivo y bien de salud. O eso cree Joe, hasta que llega a sus oídos que alguien planea matarlo el Miércoles de Ceniza. Porque, eso sí, todos los gángsters de esta novela, o casi todos, son hombres de fiesta de guardar, misa de domingos y cruz de ceniza en la frente.
La galería de personajes de este cuento de corrupción sin límites es maravillosa. Cada personaje tiene su propia historia, que no hace falta oír desde el principio para saber de qué trata; la magia de Dennis Lehane hace posible ese conocimiento por ósmosis. Vemos a los personajes, sabemos de qué son capaces y podemos predecir sus siguientes pasos, porque el autor nos los da a conocer perfectamente, porque nos expone sus almas corrompidas y grises y con eso nos basta. Y el personaje más asombroso y más atrapante de todos es el propio Joe Coughlin, el príncipe de los gángsters venido a menos, un hombre que ha sido responsable de la muerte de muchos otros, incluso de niños, y que tiembla de miedo ante la posibilidad increíble de morir antes de cumplir los cuarenta; un hombre que ha mutilado familias pero cuya sangre hierve de indignación ante la idea de que alguien pretenda dejar huérfano a su hijo, el mestizo Tomas. Un tipo que ha cometido los peores crímenes pero que tiembla de ira justiciera ante demostraciones de racismo. El mejor de los malos o el peor de los buenos, no se sabe bien.
Es difícil, o imposible, congraciarse con casi cualquier personaje de Ese mundo desaparecido, con la excepción del pequeño Tomas Coughlin, el único verdaderamente noble, el único llamado a ser un hombre de verdad. Su nobleza brilla con la autenticidad de un diamante enterrado en estiércol. Nos preguntamos si Lehane va a retomar a este personaje y despejar nuestras dudas: ¿acaso Coughlin padre era así de inocente, de bueno, de noble cuando era pequeño y se corrompió en contacto con el mundo, o todavía podemos tener algo de fe en que los corazones buenos aguantan carros y carretas sin teñirse de negro?
Ese mundo desaparecido constituye una mirada desengañada pero sincera sobre el mal, que, en muchas ocasiones, es tan perfectamente banal que no es digno de la literatura, pero del cual Lehane hace muy buena literatura. Que el mundo no es blanco ni negro sino de una gran variedad de grises ya lo sabíamos, pero nunca la ambigüedad del mal estuvo mejor retratada que en Ese mundo desaparecido, una novela que hace de la corrupción moral un material de primer nivel literario, con una potencia y un magnetismo que no había encontrado desde aquel El poder del perro que aun hoy me cuesta olvidar, con una clara ventaja sobre aquél: un desenlace hermosísimo, sí, hermosísimo.