En las primeras diez páginas de la novela, Lorenzo Falcó se las apaña para matar a un espía republicano, dejar K.O. a otro y acostarse con una vedette portuguesa. A eso se le llama no andarse con chiquitas y abrir una novela sacando la artillería pesada. Y la cosa no queda ahí, porque este es el ritmo que lleva Eva, la segunda aventura de la serie del hijo de puta de Falcó, escrita por Arturo Pérez-Reverte.
Sí, han leído bien. El mismo Pérez-Reverte admite que Falcó es un hijo de puta y que quiso hacerlo así. Incluso hay un momento en esta entrega en la que el Almirante (lo admito, mi personaje preferido de las dos novelas de la serie) le llama “psicópata”. Y sí, para el lector, al menos para el de hoy en día, está claro que el tipo tiene un problema: lo vemos cuando mata y cuando está a punto de morir por pura diversión, lo vemos cuando viola, simplemente porque tiene la oportunidad, cuando caza y cuando se debate, cuando están a punto de partirle los dientes y cuando es él quien los parte.
Ya lo hemos dicho (y lo dejé claro en la anterior reseña), Falcó es un hijo de puta, pero, y aquí llega el matiz, un hijo de puta con clase. Es un tipo al que desprecias en muchos momentos, pero con quien te ríes. Porque, cuando quiere, tiene mucho, mucho encanto. Lo dice el tópico: cuando un escritor se lo pasa bien escribiendo, el lector se lo pasa bien leyendo. Y esto es justo lo que pasa con muchos de los diálogos de Falcó. Casi puedes oír a Pérez-Reverte partiéndose de risa delante del ordenador y, entonces, se te olvida lo que el personaje ha hecho hace dos escenas y te ríes con él. Y precisamente eso es lo que el autor quiere que pase. Jugar contigo, con tu sistema moral.
Pero, al mismo tiempo, y esto también lo ha tenido en cuenta el autor, Lorenzo Falcó da bastante pena. En seguida ves que es un yonqui de la adrenalina, que siempre quiere ir un paso más allá, le encanta su trabajo, el peligro mucho más que el glamour, y al mismo tiempo se le nota cierto hastío por todo. Tienes la sensación de que está interpretando un papel incluso para sí mismo, de que es un caballero o un asesino de cara al patio de butacas, pero que, en realidad, todo le importa un carajo. Hay momentos en los que lo ves tan vacío que deseas que el autor tenga compasión y lo mate pronto, que no le deje hacerse viejo como hizo, por ejemplo, con Max.
No sé si os acordáis de Max, el protagonista de El tango de la guardia vieja. En esa novela vemos a Max joven y también lo vemos pasados los sesenta, veteado de canas y con el cuerpo cansado, pero llevando su fracaso (un fracaso mayúsculo, vital) con cierta dignidad. En cambio, el lector intuye, casi desea, que Lorenzo Falcó muera relativamente joven. No debe sobrevivir a la guerra porque, como dice el Almirante, es un personaje útil en esos tiempos, pero un auténtico monstruo en tiempos de paz. Y el problema no es lo que pueda hacer a los demás, no, para nada, el problema es él mismo. Le deseas una muerte temprana porque como sesentón no mantendría ese encanto que hace que, pese a su hijoputismo, te rías con él. Solo sobreviviría el monstruo. En ese sentido es como el Pijoaparte de Marsé, al que es duro ver envejecer (y no en Teresa, sino mucho más tarde, pero lo vemos). También, como Corto Maltés o Lord Jim es un personaje que pertenece a una época muy concreta, al mundo de ayer o justamente al momento en el que el mundo de ayer está cayendo como un castillo de naipes y, de entre sus escombros, aparecen tipos como Falcó, el Dimitrios de Ambler o el Harry Lime de Greene.
Pero vamos a la novela porque sé que en esta reseña os estoy hinchando la cabeza con mis opiniones en vez de hablaros de lo que realmente queréis oír: de Eva (y para los que habéis leído la novela anterior, Falcó: de Eva).
En esta nueva entrega de la serie, tras un par de aventurillas –nada, rajar cuellos, explotar coches, estar con un par de señoras–, Lorenzo Falcó es enviado a Tánger con la misión de robar (o recuperar, depende del bando en el que estés) el cargamento de un mercante de la República: nada más y nada menos que varias toneladas de oro que van derechitas a una Rusia entorno a la cual Stalin está cerrando las zarpas.
La aventura de Eva se centra en los días en los que Falcó está en la ciudad y en sus maniobras para hacerse con el oro, algunas muy burocráticas y otras bastante menos. En Tánger, como os podéis imaginar por el título de la novela, se reencontrará con Eva Neretva, espía rusa a la que, y perdonad el spoiler si no habéis leído la anterior, salvó la vida al final de la primera entrega de la serie. Y ya os podéis imaginar lo que pasa cuando dos monstruos letales y enemigos se enamoran, o eso creen. Vuelan más navajazos, balas y hostias que besos, pero de eso también hay. Un poco, al menos.
Eva es una novela plagada de escenas de acción muy bien manejadas, realistas y crudas, brutales, con unas descripciones de Tánger que logran hacer que te sientas allí, aunque nunca hayas puesto un pie en la ciudad, y que, en sus 400 páginas, cuenta varias historias (no tengo espacio aquí para hablaros de los dos capitanes, pero no tiene pérdida) y tiene diversas lecturas. Es una novela hecha de gestos –dos dedos en la gorra, ofrecer un cigarrillo, servirse o no un dedo de whiskey…– de ritos y códigos. También es una novela visual, leyéndola sientes que estás viendo una película de los años 30 o 40 (con más sexo y violencia, pero ese es el espíritu de nuestros tiempos), rápida, con espíritu de folletín, que al mismo tiempo habla de más cosas de las que me da tiempo a apuntar aquí.
Antes de irme, quería hablaros de Eva, pero no puedo hacerlo sin spoilers. Así que solo os diré que me recuerda mucho a la Tánger Soto de La carta esférica, mi novela preferida del autor. Si estáis de acuerdo conmigo, cuando salga la siguiente, hablamos.
Laura Gomara