“Un poeta homosexual y su hija en el San Francisco de los setenta”.
No sé si estas palabras que aparecen en la portada del libro son las que me engancharon para elegir esta lectura, ya no lo recuerdo. Yo no sabía nada del poeta Steve Abbott y no había oído hablar de este libro. El título solo lo entendería al haberlo acabado y la portada, sin saber nada, es rara de narices, para qué engañaros. Sin embargo, llamadlo intuición, llamadlo azar, el haber leído este libro ha sido una de las mejores decisiones literarias que he tomado en los últimos meses. Me ha gustado tanto que me ha dado una pena terrible tener que despedirme de ese universo que Alysia ha creado y recreado en las casi cuatrocientas páginas de esta novela. ¿No os apetece a veces quedaros por más tiempo en el mundo que los escritores crean para el lector? Es esa sensación de “a ver qué hago yo ahora si no puedo seguir atrapada en esta historia”. Una sensación de vacío, sin duda.
En fin, desamparada y al mismo tiempo esperanzada, the show must go on, así que voy a hablaros de Fairyland.
El protagonista de esta novela en torno a quien gira toda la historia es Steve Abbott. Steve fue un poeta norteamericano que, tras un accidente de tráfico en el que fallece su mujer, decide irse a vivir con su hija a San Francisco. Estamos hablando del año 1973, época en la que la ciudad de San Francisco es un centro cultural, hippie y de liberación sexual bastante importante en la escena norteamericana. Steve, abiertamente homosexual, encuentra en esta ciudad todo lo que necesitaba en aquel entonces para sentirse identificado con el resto de gais que comienzan a vivir sin cadenas. Aunque él, además, deba criar a una niña pequeña como padre viudo. Una tarea realmente difícil.
La niña en cuestión es Alysia Abbott, la autora del libro. Quién mejor que ella para hablar de la vida de su padre y la de ella desde que se mudaron a San Francisco. Por aquel entonces, cuando Alysia aún era una niña, la vida junto a su padre era para ella el país de las hadas. Compartía con su padre risas, complicidad y un profundo amor mutuo. Y aunque, lógicamente, echaba de menos a su madre, el vínculo que había formado con su padre era sólido y nadie podría entrometerse entre ellos. Steve, sin embargo, tenía más dudas. No en cuanto al amor indiscutible hacia su hija, pero sí en cuanto a las condiciones en las que se estaba criando. Vivían en pisos compartidos con gente de lo más dispar porque su padre no podía enfrentarse solo a todos los gastos. Steve, además, estaba descubriendo la ciudad, descubriéndose a sí mismo y soltando lastre, así que los amantes entraban y salían de los pisos y las vidas de padre e hija. Pero aunque a Alysia no le importaba, el vínculo paterno-filial comienza a debilitarse en algunos sentidos al llegar la adolescencia. Todos sabemos lo puñeteros que pueden ser los adolescentes, todos esos sentimientos mezclados en un cuerpo y una mente que empiezan a desarrollarse y formarse. A Alysia comenzaron a avergonzarle determinados aspectos de su padre. Empezó a preguntarse por qué ella no tenía una familia y una vida normal. Entendió la adicción de su padre a las drogas, la frustración, y las terapias para desengancharse. Es entonces cuando Alysia se plantea que necesita un respiro y decide irse a estudiar a Nueva York y más tarde a París.
A pesar de todo, el vínculo especial entre padre e hija nunca se romperá. El amor incondicional supera etapas y distancias. Mientras estén alejados, padre e hija hablarán casi a diario por teléfono y, sobre todo, se escribirán cartas. Algunos fragmentos de esas cartas podemos leerlos en esta novela y son una muestra de amor exquisita.
Alysia solo regresará a San Francisco cuando su padre, muy enfermo de sida, le pida que venga a cuidarle. Aunque aún era una chica de veintipocos años y seguía teniendo numerosos conflictos internos, Alysia sabe que debía estar allí y eso es lo que hace. Darle a su padre todo el amor que se merece en los últimos días de su vida.
Fairyland es una novela preciosa y muy emotiva. Alguna lagrimilla he derramado al leerla. La relación padre-hija es admirable, como también lo son el homenaje a las familias atípicas, a los homosexuales que por fin empezaron a vivir la vida como ellos querían y a la libertad. Las palabras finales del epílogo son muy emotivas. En ellas la autora explica que aunque es heterosexual y hace más de veinte años que no tiene un padre gay vivo, todavía se siente parte de esa comunidad queer en la que se crio. Qué bien que la intuición o el azar me hayan llevado a este libro que, sin duda, no voy a olvidar.