Desde hace algún tiempo estamos viviendo a nuestro alrededor una fiebre nostálgica alrededor de los ochenta/noventa. Y digo yo que no será casualidad, que debe de ser la época que les toca añorar a quienes alcanzan ya cierta edad y que coincide que están al mando de ciertos medios. Series como Stranger things, constantes y a menudo innecesarios y horrendos remakes cinematográficos como la reciente It (aunque este ni horrendo ni innecesario) o el libro que ya ha se ha convertido en fenómeno social y de redes y el cual creo que ya va por su cuarta entrega, Yo fui a EGB, son algunos ejemplos que se me ocurren a bote pronto (pero hay cientos).
Lo jodidamente cierto es que, independientemente de la edad, todos hemos echado, echamos o echaremos la vista atrás y estoy convencido de que, a no ser que se haya pasado un infierno de infancia o alguna tragedia mayúscula, la mayoría estará de acuerdo con la archifamosa frase “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Por supuesto, ahora vivimos muy bien. Pero cuando oímos esa frase no nos referimos a un pasado en el que nos remontamos a la Edad Media, cuando no había antibióticos o analgésicos ni lavadoras o microondas. No. Cuando oímos esa frase nos referimos a un tiempo pasado vivido por nosotros; ese tiempo perdido que decía Proust en el que éramos felices sin saberlo y en el que todo era fácil porque apenas teníamos preocupaciones.
El final de todos los agostos va de algo así. No exactamente de la infancia en este caso, o solo en una pequeñísima parte, sino más bien de la temprana adolescencia. De una pregunta que creo que también nos hacemos de vez en cuando: ¿Qué habría pasado si hace años, en vez de haber elegido X hubiera elegido Y? ¿Qué sería de mi si hubiera hecho caso a Fulano y no a Mengano? Si hubiera hecho lo contrario de lo que decidí hacer.
Y también va de saber qué ocurrió con personas que fueron tan importantes en nuestra vida que en aquel momento no nos imaginábamos sin ellas pero que, sin embargo, desaparecieron de ella sin dejar el supuesto vacío que deberían provocarnos.
Dani es un fotógrafo que de pequeño iba cada agosto a veranear a un pueblo de la costa. En él conoció a Pumuki y se hicieron amigos. Ahí comenzó también, sin saberlo, su carrera de fotógrafo, haciendo su primera foto a ese niño pelirrojo con el que se metían y que se convertiría en su mejor amigo. Veinte años después de la última vez que pisara el pueblo, Dani, a pocos días de casarse, vuelve para fotografiar los mismos sitios y ver los estragos del tiempo con miras a preparar una exposición.
“El misterio hace a la gente más interesante y a veces es mejor quedarse con el recuerdo”
De eso va este cómic. Así explicado, tal vez no parezca gran cosa, pero, ¡coño!, lo es. Dani hace algo que muchos, bien por falta de tiempo, pereza o cualquier otra excusa legítima, pero excusa al fin y al cabo, no hacemos. Revive in situ los buenos y malos momentos que compartió con su amigo. Busca lugares, recuerda experiencias, aventuras, primeros cigarros y amores, bailes y verbenas, juegos en la playa y leyendas urbanas y va en busca de Pumuki.
“Es cierto eso que dicen sobre que la vida no es como uno la vivió, sino como la recuerda”
Alfonso Casas emplea hábilmente el blanco y negro azulado para narrar el presente y toda una rica paleta de color para contarnos el pasado, contrastando de este modo la felicidad del pasado con la ¿infelicidad? del momento actual. De igual modo, para remarcar el paso del tiempo de vez en cuando se insertan en el cómic unas hojas de papel cebolla (e incluso en la portada, aunque aquí es de ¿vinilo?) que consiguen el efecto deseado de contraposición presente/pasado, esperanza/realidad, blanco y negro/color, amistad/soledad…
El dibujo me ha gustado bastante. Desde la primera hoja, con la fachada del edificio que invita a ser arrancada y colgada en la pared. Casas no solo configura una buena historia sino que la caracterización de personajes va de la mano de la de los escenarios. Su dibujo no es complejo, pero tampoco es sencillo y me ha recordado a aquellos libros, creo que se llamaban Senda, que en EGB animaban a la lectura. Es la primera toma de contacto con Alfonso Casas y me han llamado la atención las enormes orejas con las que dibuja a todos los personajes (no sé si es una constante en su obra). En definitiva, un dibujo que engatusa al lector y un color aún mejor. Un color brutalísimo.
El final de todos los agostos es un estupendo cómic. Un ejercicio de nostalgia adulta que no cae en la ñoñería, que no provoca la lágrima ni lo pretende, pero que sí provocará en el lector preguntas y miradas a su propio pasado, como dándole un toque antes de seguir viviendo la vida.
Un indispensable. Sin ninguna duda.