Comentaba en una de las reseñas anteriores que desde hace ya un tiempo, no sé si por el número de lecturas o el número de años o lo que sea, me estoy dando cuenta de que cada vez soy menos el único en cosas en las que creía que sí lo era. Cosas sin importancia, claro está. En ese caso hablaba de los libros y sus cubiertas, pero como podría hablar de por ejemplo la obsesión por el olor de un buen libro. Y es como si al haber hablado de ello hubiera encendido algún tipo de resorte en mi vida que ha desencadenado que me vaya dando cuenta de más cosas relacionadas con el tema. Por ejemplo, la que aquí atañe: el pensar que tu mejor amigo pueda llegar a ser un perro. Hablo de ello no porque sea lo que justo estoy pensando esta mañana, que también, sino porque es el tema principal de la novela que trato hoy. Un libro al que acertadamente han catalogado como «clásico canino», el homenaje que la gran Virginia Woolf hizo al perro de su amiga la poeta Elizabeth Barrett Browning. El perro se llama igual que el libro, y viceversa. Estoy hablando de Flush.
No quiero olvidarme de mencionar la preciosa edición a cargo de Lumen, con texto traducido por Rafael Vázquez Zamora y con las también preciosas ilustraciones de Iratxe López de Muniáin. El libro ya huele de lejos, tiene ilustraciones a doble página llenas de perros y libros, guardas con flores y papel de calidad. Un perro, Virginia Woolf y un buen libro, ¿qué más nos hace falta?
En Flush, Virginia Woolf se erige como narradora para contarnos la vida completa de este spaniel de raza procedente de los originarios spaniels españoles hasta llegar a lo que se conoce como el Spaniel Club inglés. Con una introducción de cómo estos perros acabaron siendo los acompañantes de la clase alta inglesa, Woolf se sumerge en pocas páginas en el encuentro ya de por vida de la poeta Elizabeth Barrett Browning, aquejada de una extraña enfermedad (por entonces) que le imposibilitaba moverse tanto como quería, con Flush, un cachorro de spaniel con ganas de correr y cazar que se ve obligado a recluirse en una habitación y hacer compañía a su ama. Y así descubrir el amor por los libros y, sobre todo, por las personas.
Pero no todo es compañía grata y encerrada, porque a Flush le pasará de todo y Woolf nos lo contará. Lo secuestran (algo, por lo que parece, muy común en la Inglaterra de aquellos tiempos), piden un rescate por él, vive las infamias de una casi muerte por agotamiento, viaja, conoce otros países y ciudades, se enamora, liga, corre a través de viñas, sufre el enamoramiento de su ama, la llegada de un bebé, su propia vejez. Todas esas cosas nos las cuenta Virginia Woolf desde la certeza de la comunión entre aquel perro y su amiga, desde el amor que se puede llegar a formar entre humano y mascota, entre, definitivamente, amigos. Además, como temas secundarios, se habla en el libro de la diferencia entre sociedades como la sobria inglesa y la soleada italiana, entre clases tanto de humanos como de perros; se habla también de sesiones de espiritismo e incluso se menciona al escritor Eduard Bulwer-Lytton (otro punto con el que me ha ganado), autor de ese extraño a la vez que genial libro Zanoni.
Encontramos en Flush a un perro altamente reflexivo, casi humanizado, al que solo le falta hablar aunque eso pudiera no tomarse como un logro, como se puede leer en una acertadísimo frase del libro: «ni una sola de sus innumerables sensaciones se sometió nunca a la deformidad de las palabras». Este es Flush, un perro que lee, que entiende, que sabe y se descubre (solo por leer el momento en el que es rapado y se ve a sí mismo delante del espejo ya vale la pena comprar el libro). Flush, un perro «cada día un poco más democrático», un Sancho Panza para Barrett Browning que acaba quijotizándose, igual que ella sanchificándose. Nunca la vida de un perro dio para tan bonitas palabras como las que le dedica Virginia Woolf. Y ahora, piensa: qué lujo que tu vida se narrada por Virginia Woolf, ¿no?