Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary W. Shelley
No deja de ser paradójico que uno de los personajes de ficción más famosos de todos los tiempos naciera en una novela que en el fondo es una gran desconocida, por eso es necesario advertir que si no ha leído usted el Frankenstein de Mary Shelley no conoce a Frankenstein. La novela comienza en San Petersburgo y no sé si es sugestión pero con la lectura de esta gran obra he tenido una sensación intensa de hallarme ante una novela rusa, ante un personaje mitad héroe romántico mitad ser torturado por su propia conciencia, un personaje absolutamente dostoievskiano. Finalizada la lectura uno se reafirma en esa sensación, pero con una sutil matización, el héroe dostoievskiano no es Víctor Frankenstein, sino su criatura, el monstruo, ese mismo que habrá usted conocido como unos cuantos trozos de carne remendados, tuercas en la cabeza y la capacidad intelectual que la descripción anterior vaticina y que es en realidad un hallazgo literario, un personaje redondo dotado de una oratoria tan eficaz como hipnótica y, pese a sus reprobables actos, no poca capacidad para excitar la empatía del lector.
Porque Víctor Frankenstein, el científico, es un héroe romántico un tanto incapaz, notablemente irritante y completamente disfuncional a la hora de enfrentar los problemas ya que su mayor recurso ante las situaciones que desafían sus nobles ideales consiste en desmayarse o perder la razón y la salud por un período de tiempo respetable. Por momentos se llega uno a plantear si no es una caricatura crítica, aunque en ese aspecto le ganaría el joven científico que ejerce de narrador, pero no es especialmente importante porque lo único que vale es que el personaje funciona, todos los personajes son exagerados en sus rasgos, especialmente en los positivos, pero el conjunto resulta de una fluidez, un ritmo y un interés que convierten a esta obra en un clásico imprescindible.
Si es imprescindible como relato de terror, no resulta menos interesante como advertencia frente a esa mala concepción, casi de matiz religioso, del progreso y la ciencia que lleva a la persecución de fines no ya contrarios a la ética, sino abiertamente absurdos. No es malo lograr la gloria como científico, pero sí perseguirla y no estaría de más que la obra de Mary Shelley fuese de lectura obligada para todo joven que se quisiera dedicar a la investigación. O a la vida, porque las lecciones que se pueden obtener de la experiencia de Víctor Frankenstein y su criatura no sirven únicamente como moraleja científica, la crueldad que es capaz de desarrollar el científico en nombre de sus elevados ideales no es muy diferente de la que es capaz de emplear el monstruo en su venganza. La diferencia es que el segundo es plenamente consciente de la maldad de sus actos, mientras que el primero no es capaz de establecer una relación entre sus actos y las consecuencias de los mismos en la que haya el más mínimo asomo de responsabilidad, de autocrítica.
Tampoco debe resultar sorprendente la faceta de Frankenstein como denuncia de la intolerancia, sin embargo en el imaginario colectivo lo único que pervive es el referente de terror, la parte a mi juicio menos importante del texto de Mary Shelley. No sé si existe otro clásico de temática aparentemente tan bien conocida cuya lectura resulte más sorprendente que éste.
Resulta imprescindible hablar de la edición, a sabiendas de que estaban lanzando una joya al mercado en la editorial debieron pensar que todo debía estar en consonancia con el texto de Mary Shelley y cuidaron hasta el más pequeño de los detalles para conseguir una de esas ediciones que ennoblecen la biblioteca de cualquier lector. Destacan sin duda de esos detalles las extraordinarias ilustraciones de Lynn Ward, grabados en madera de los años treinta que ayudan a crear un clima muy particular que magnifica la experiencia de leer Frankenstein en pleno siglo XXI y descubrirlo, como si se hubiese escrito ayer.
El epílogo de Joyce Carol Oates es también muy ilustrativo, aunque para cuando se llega a él ya se hace tan deslumbrado y sorprendido por el texto que resulta difícil prestarle la atención debida. En cualquier caso es de un interés extraordinario.
En definitiva, si leer cualquier buen libro siempre es gratificante, leer este buen libro lo es doblemente porque a la recompensa natural que conlleva el disfrute del texto de Mary Shelley en sí mismo hay que sumarle la sensación de saldar la cuenta pendiente que quienes no conocíamos la versión original manteníamos con Frankenstein, el monstruo, a quien la popularidad ha hecho llegar hasta el imaginario colectivo de nuestros días en una versión descafeinada e infinitamente peor de lo que en realidad es. Probablemente los aspectos científicos más polémicos de la época en que esté escrito se encuentren superados, al menos más que los dilemas éticos, pero no por ello la historia del joven idealista que cree encontrar el mal en su búsqueda del bien equivocándose en ambas apreciaciones, por cierto, ha perdido un ápice de su vigencia. No por ello las palabras que les sorprenderá ver salir de la boca del monstruo son menos imprescindibles. Escúchenlas.
Andrés Barrero
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