Fuego, de Mercè López y Rebecca Beltrán
Uno siempre debe estar dispuesto a regalar su propia locura y a disfrutar de la de los demás, nunca se sabe pero a veces es lo que mueve el mundo. Tras la maravillosa locura que fue Tu corazón en un cofre, Mercè López y Rebecca Beltrán siguen dispuestas a regalarnos el producto de su inabarcable creatividad, su talento y su indudable originalidad con Fuego, la historia de su protagonista, el fuego, su relación con los humanos y a través de ellas gran parte de la nuestra propia. No de nuestra historia, de nuestra alma. Concretamente la primera historia, la que cuenta el inicio de las relaciones entre ambos, me parece la más brillante radiografía de los hombres que haya leído en mucho tiempo, la exposición de los méritos por los que el fuego nos distinguió con su amistad y que no eran nuestra inteligencia ni nuestra belleza ni, desde luego, nuestra capacidad de sentir. En ese momento lo supo: el hombre merecía el fuego, pero solo porque de vez en cuando la hacía reír.
No sería justo decir que Fuego es una colección de relatos extraordinariamente ilustrados porque sería diferenciar entre texto e ilustración, cuando están tan perfectamente integradas que no sería razonable considerarlas de cualquier otro modo que como un todo armónico y hermoso.
Fuego, el fuego de Rebecca Beltrán y Mercé López, es un fuego femenino, aunque como personaje sea diverso y abarque desde el fuego de San Telmo a Vulcano o los fuegos artificiales. Es femenino porque combina fuerza y calidez, poder creador y destructor, humor y belleza de una forma que se me antoja maravillosamente femenina, lo cual es mucho decir para alguien que no cree en etiquetas.
El humor es importante en Fuego. No es que sea una obra que busca la carcajada sino que encuentra el guiño, un guiño un poco pícaro si se me permite la licencia, pero pícaro en sentido cómplice. Es el homenaje a la libertad creadora que se permiten quienes escriben, pintan, dibujan, componen o viven desde la lealtad a su propia libertad, el regalo que en ocasiones encontramos en nuestro camino aquellos que disfrutamos con la locura compartida, con el hermoso espectáculo de la creatividad desbocada.
Henri Carpentier era el camarero más torpe de Mónaco. Aunque sobre su mano transportara una bandeja del más delicado cristal, la mente de Henri siempre se encontraba a años luz de donde deberían fijarse sus pupilas.
Pensaba en cuan grandioso es el Universo,
en la fotosíntesis,
en la genialidad de Beethoven,
en lo bien que huele el vino joven,
en lo suave que es el musgo,
en los diferentes tipos de cejas que hay en el mundo.
Andrés Barrero
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