Goat Mountain, de David Vann
Ha pasado casi un año desde que leyera por primera vez a David Vann. Por el camino sus tres novelas, Caribou Island, Sukkwan Island y Tierra, en el orden en que las reseñé. Once meses y un broche final en forma de montaña, Goat Mountain. Una especie de anexo a su trilogía, sobre la que el propio autor afirma que “es la novela que quema los restos de lo que le empujó a escribir en primera instancia las historias de su violenta familia“, tema central de todas sus publicaciones.
Sepa el lector que a David Vann no es fácil leerlo. No solo por la forma, la búsqueda en exceso del detalle en esas infinitas, casi siempre poéticas, descripciones de la naturaleza y de los acontecimientos, que hacen su ritmo un tanto pausado, o por sus personajes, con los que no busca su autor que uno empatice, sino también por su contenido, oscuro, retorcido y, en ocasiones, desagradable. Así es Vann. Incómodo y perturbador. A medio camino entre el drama y el terror, en cuanto a capacidad de crear inquietud. Pero además profundamente literario, hermoso en el lenguaje y honesto, de los que se abren las tripas, las sacan y las escriben después sobre un papel. Quizás porque precisamente se encuentre en ese punto de entender que escribir literatura es un acto generoso que a veces tiene que doler.
Pero el dolor del escritor estadounidense no es un dolor que nos hable del sentimiento, es algo que va más allá, a lo feo y siniestro del ser humano, a ese instinto natural, salvaje, que se esconde detrás de todo animal. Así le duele su familia. El origen de toda su escritura y probablemente la causa. El centro también de esta Goat Mountain, donde tres generaciones de hombres, niño, padre y abuelo, y un amigo de la familia, se dirigen a ella para disfrutar de un fin de semana de caza cuando, inesperadamente, la vida se vuelve oscura por un disparo desafortunado que lo cambiará todo.
Un texto reflexivo, dedicado a su abuelo cherokee, que bucea entre los límites de la condición humana, la culpa o el castigo, con una hermosa pero retorcida reinterpretación de algunos de los pasajes del Antiguo Testamento. Empezando por Caín y Abel y los lazos que nos unen. Unos lazos que para Vann están hechos de soga y asfixian. Metros y metros de cuerda por los que sus personajes desfilan distantes unos con otros, incapaces de conectar, pero irreversiblemente unidos. Y es que si en el resto de sus novelas la familia era ese algo destructivo ahora no es más que una enorme carga, algo que arrastrar y llevar a cuestas, como Jesús con la cruz o los hombres con la culpa, que nos pesa y nos curva, sin posibilidad alguna de enterrarla o dejarla atrás por completo.
Porque ese ha sido siempre el propósito de David Vann para el que, dice, esta novela supone acabar con los restos. Solo el tiempo dirá, si quedan o no cenizas.