Gótico carpintero, de William Gaddis
Con una frenética superposición de diálogos, Gótico carpintero expone el inmenso vacío que existe tras la majestuosa fachada de la sociedad actual, consagrada a la codicia y al beneficio rápido y fácil.
El gótico carpintero es un estilo arquitectónico que se popularizó en ciertas zonas rurales de los Estados Unidos a partir de finales del siglo XIX. Sus edificaciones características son viviendas y pequeñas iglesias construidas en madera en un estilo que trata de reproducir, a pequeña escala, los elementos típicos del gótico con un objetivo más ornamental que arquitectónico. Lo más llamativo de estas construcciones es que se diseñaban “desde fuera” (un torreón aquí, un gran ventanal ojival allá), quedando la estructura y la distribución interior supeditadas al aspecto externo. El resultado ―”un mosaico de vanidades, ideas robadas, engaños “― era espectacular a la vista, como en la casa que se puede observar en la portada del libro, pero su interior solía ser un incómodo laberinto de habitaciones y corredores. Además, al estar completamente fabricadas en madera, la mayoría de ellas eran, a pesar de su monumental aspecto, auténticas ruinas a los pocos años de su finalización.
Es innegable que el gótico carpintero funciona a las mil maravillas como metáfora de la sociedad actual (de la sociedad norteamericana, dicen los críticos de este libro; yo lo haría extensivo a la nuestra): una fachada imponente sin nada detrás, levantada sólo para aparentar que sus propietarios son ricos y poderosos, sustentada por una estructura frágil, carcomida desde sus cimientos, a punto de derrumbarse ante la primera tormenta. El hallazgo es notable y la novela de William Gaddis le saca partido con brillantez.
Los personajes de Gótico carpintero son productos característicos de una sociedad que rinde culto al dinero como a un dios antiguo, caprichoso y cruel. Paul y Liz tratan de medrar de cualquier forma a la espera de que ella, hija de un turbio magnate de la industria minera, pueda disponer de una herencia que se encuentra atascada en un laberinto de abogados, juicios, fideicomisos y fundaciones. Mientras, Paul trata frenéticamente de dar un “pelotazo” rápido engañando a quien sea y pisando a cualquiera que se ponga por delante y Liz se gasta lo poco que tienen en busca de un informe médico que le sirva para defraudar a su compañía de seguros. Billy, el hermano de Liz, prefiere derrochar el dinero en vicios en lugar de en aparentar y recorre el país pegando “sablazos” a diestro y siniestro, mientras que el propietario de la ostentosa casa ―estilo gótico carpintero, claro está― que Paul y Liz han alquilado, el señor McCandless, se dedica a… en realidad es difícil de explicar a qué se dedica.
Todos ellos, a pesar de su estupenda fachada “gótica”, no dejan de ser unos pobres desgraciados haciendo equilibrios sobre la madera podrida de su vida, de su avaricia, de su debilidad o de sus mentiras. Son unos perdedores ―no de esa clase de encantadores beautiful losers de los que está llena la literatura norteamericana, sino unos tipos sórdidos y más bien tristes― derrotados por un sistema de cuyas debilidades quisieron aprovecharse y que resultó ser mucho más fuerte que ellos. A pesar de sus alardes y de sus discursos altisonantes, sólo tienen en común su total falta de principios.
Gótico carpintero es una novela excepcional, una de las mejores que he leído en mucho tiempo. Para escribir algo tan potente hace falta algo más que encontrar una metáfora atinada y desarrollar su simbolismo. Lo que realmente convierte a Gótico carpintero en una obra imprescindible son sus diálogos; todo el libro es realmente un diálogo continuo e histérico. No, un diálogo no; es una superposición de monólogos, porque aquí nadie intenta comunicarse con su interlocutor, ni mucho menos escucharle. ¿Para qué, si sólo cuenta la apariencia?
“―¿Qué coño te pasa Liz…? ―se sentó lentamente en el raído sofá de dos plazas, colocó una lustrosa imitación de la elegancia con unos lazos terminados en borlas pacientemente a descansar sobre su rodilla―. ¿La has mirado? ―abrió la factura y se la mostró con una expresión en el rostro tan auténtica como su calzado―. ¿Ves a quién se las han enviado? A Cettie Teakell.
―Yo, no yo…
―No tuve tiempo de contártelo, las envié de tu parte no tuve tiempo de contártelo… ―y la miró, amable como un zapato barato y nuevo, la miró coger aire, tensar aún más la estilizada carnosidad de sus labios―. Pensé que te gustaría que ella supiera que tú…
―No Paul lo siento ―dijo ella, se quedó de nuevo sin respiración, levantó la mirada pero no podía, parecía incapaz de mirar más arriba del zapato que tenía sobre la rodilla hasta que lo apoyó en el suelo se puso de pie, ella recuperó entonces todo lo que había perdido.
―A veces vas demasiado rápido Liz ―lanzó una cerilla que pasó junto a ella hacia la chimenea―. Sacas conclusiones precipitadamente. Estoy tratando de sacar algo adelante escucha, de organizar las cosas todo está a punto de encajar de verdad tanta presión joder ¿por qué no intento contártelo todo? No quiero que te disgustes. Intento darte una idea general tú coges un detalle y vas demasiado rápido, te precipitas como te decía sacas conclusiones precipitadamente y todo se hace añicos como estas flores joder, envío unas flores tú sacas conclusiones precipitadamente terminamos discutiendo por culpa de las flores, ¿entiendes lo que quiero decir?”
Paul agrede a Liz con su torrente de proyectos, sospechas y quejas; Billy trata de hacerla sentir culpable por seguir junto a Paul; McCandless intenta impresionarla con conspiraciones apocalípticas y Liz se defiende balbuceando excusas y evasivas: todos hablan y hablan, atropellándose unos a otros, con el único objetivo de justificarse y generar ruido, el suficiente ruido para tapar el terrible silencio de sus vidas.
“―Porque yo, porque a veces yo casi no puedo distinguiros a ti y a Paul, sonáis igual sonáis exactamente igual la única diferencia es que él dice tu maldito hermano y tú dices el puto Paul pero es lo mismo, si cerrara los ojos no sabría con quién estoy.”
Los diálogos de William Gaddis se desbordan en un caudal turbulento de ideas y emociones formado más por sobreentendidos, exabruptos e incorrecciones gramaticales que por frases ―debió sufrir lo suyo Mariano Peyrou para traducir este texto―, un torrente que arrastra las máscaras y los disfraces y deja al descubierto el lado más humano y miserable ―perdón por la redundancia― de unos personajes dominados por el miedo, la codicia o, sencillamente, la estupidez.
“―¿Queréis un té o, o un café? Estoy haciendo té así que si…
―No, no estamos muy bien servidos gracias… ―y ella vio que se había echado un chorro en el vaso que tenía al lado del codo―. Es lo mismo que va a hacer ahí en el espectáculo monstruoso que decías que ha montado en California, explicarles que el pentecostalismo es la única arma que tenemos para luchar contra la diseminación del marxismo incluso hasta en el África más negra, para luchar contra las fuerzas del mal que quieren detener su gloriosa misión de diseminar la estupidez desde un extremo del continente negro a otro, no estoy hablando de la ignorancia. Estoy hablando de la estupidez. Si quieres ignorancia puedes encontrarla ahí mismo, en ese emplazamiento en el lago Rudolf, en la Falla de Gregory, fósiles de homínidos, instrumentos de piedra, huesos de hipopótamo todo atrapado en una erupción volcánica hace dos o tres millones de años eso era ignorancia, eso era el amanecer de la inteligencia lo que tenemos aquí es un eclipse. La estupidez es el cultivo deliberado de la ignorancia, eso es lo que tenemos aquí.”
Por todo lo anterior, les engañaría si les dijera que se trata de un libro fácil de leer; como sucede con Bernhard, el lector debe poner mucho de su parte para que la narración no le deje atrás, pero una vez que se coge el ritmo del relato la sensación de dificultad deja pasa a la de fascinación.
Cuesta entrar, pero una vez que el lector se dejar atrapar por la intensidad de Gótico carpintero y se sumerge en su ambiente tenso y claustrofóbico descubre, además de los fantásticos diálogos, una trama vertiginosa que ya está ahí, en plena ebullición, al empezar la lectura y que hay que ir reconstruyendo a toda velocidad a partir de las pistas que los personajes dejan caer en sus parlamentos. A medida que las piezas van encajando en su lugar, los negocios de dudosa moral y las estafas de poca monta que ocupan a los protagonistas resultan no ser más que los engranajes menores de una inabarcable maquinaria global de corrupción financiera, política y moral, de extremismo religioso y de manipulaciones periodísticas, una maquinaria capaz de destruirlos a todos.
Gótico carpintero se publicó en 1985. Hoy, más de veinticinco años después, mientras comprobamos cada día en los informativos las consecuencias de construir una sociedad cimentada en la codicia y en la estupidez, empleando los materiales más llamativos y más fáciles de trabajar ―pero los menos duraderos―, se diría que William Gaddis fue un visionario que anticipó el derrumbe entramado financiero global. O a lo mejor no, quizá sólo quiso retratar lo destructiva que puede ser la cultura del enriquecimiento rápido para los que la practican y para los que les rodean. En realidad da igual, porque nunca hacemos caso a tiempo de las advertencias. Lo único seguro es que la obra de Gaddis es sólida como una roca y que no es sólo fachada, sino todo lo contrario.
Vuelves a descubrirme una nueva novela y un nuevo autor. Y como siempre me dejas con unas ganas tremendas de leerlo.
Besotes!!!
Es muy recomendable. Construir una novela a base de diálogos es un reto en el que se han estrellado muchos escritores, pero en esta ocasión el resultado es impresionante. Gracias por tu comentario, Margarita.