Grandes esperanzas, de Charles Dickens
En los libros de Dickens llueve. Y hay niebla. No es que sean grises, deprimentes o tristes, al contrario, esta en particular es una novela por momentos incluso divertida, pero “como el musgo que le sale sin que nadie lo siembre”, en palabras de Andrés Trapiello, el prologuista, la melancolía está presente y es consustancial al alma misma de esta historia. En las novelas de Dickens llueve y hay niebla porque en la Inglaterra victoriana llovía y había niebla y porque en la vida llueve y hay niebla, y las novelas de Dickens son la Inglaterra victoriana y son la vida de ese periodo. Phillip Pirrip, “Pip”, el protagonista que vive en este libro, nos transmite cierta melancolía, cierto desasosiego, pero el vehículo en el que lo hace es un regalo inolvidable, una experiencia de las que le reconcilian a uno con la literatura y con la vida. Porque es triste, sí, pasan cosas horribles, es cierto, ¿pero acaso no es hermosa?
La peripecia vital de un niño al que un bienhechor anónimo protege y al que le hace evolucionar desde un ambiente de miseria hasta el éxito social conforma el esqueleto de un libro que es una feroz crítica a la sociedad de la época. Los personajes, tan magistralmente compuestos que no es que sean tópicos sino que han dado origen al lugar común hoy aceptado para la época, ayudan a construir una novela de esas para las que en toda librería que se precie se debe reservar un espacio para cuando al destino se le antoje colocarla allí.
La contradicción aparente que tan a menudo es el motor narrativo que sustenta la acción del relato, es que a medida que el éxito social y pecuniario va llegando, la dicha, la plenitud interior del protagonista va desapareciendo. Por lo demás, salvo la identidad del bienhechor anónimo, no hay grandes misterios en la historia. Pasan cosas, claro que pasan, y muchas, ¿y a quien no le pasan a lo largo de una vida?, pero más allá del planteamiento medular no hay alardes narrativos, tramas excesivamente complejas, vuelcos insospechados ni ritmo trepidante. En su lugar tenemos entre manos una hermosa narración de una vida de ficción que transcurre todo lo plácida o sobresaltadamente que puede transcurrir una vida real, con sus éxitos, sus sinsabores y sus fracasos, sus amores y sus desamores. Cierto que la densidad de sucesos la convierte en una vida no muy corriente, pero esa sucesión de hechos no se presenta como un artificio que sirve para dotar de ritmo a la narración, sino que van sucediéndose de forma natural, sin estridencias ni vértigos. Y eso no significa que la novela sea lenta, todo lo contrario, lo que significa es que por extraños que sean los sucesos que van ocurriendo, es una narración perfectamente creíble.
El tono es ligeramente moralizante, a la larga las buenas acciones tienen su premio y las malas su castigo y el final, si no es feliz o al menos no es un final feliz al uso, deja buen sabor de boca. Y eso, que como norma general acostumbra a ser un handicap en la literatura, no es en este caso en absoluto molesto ni incómodo, lo que debe anotarse en el haber del autor.
El título original es en realidad “Grandes expectativas”, que es más ajustado al contenido del libro, pero desde su primera edición en castellano se tradujo como “Grandes esperanzas”, que es menos certero pero bastante más bonito y creo que ayuda más a acercarse al libro porque expectativa es un término un tanto más frío que esperanza. En cualquier caso me parece interesante señalar que el autor utilizó “expectativas”, y sabía muy bien lo que hacía.
Alfonso Cuarón adaptó brillantemente esta obra al cine en 1998 (con Ethan Hawkwe, Gwyneth Paltrow y unos inolvidables Robert de Niro y Anne Bancroft en los papeles principales) pero, como ocurre casi siempre, por magnífica que sea la película, no es comparable al libro: el cambio de soporte las convierte en criaturas ajenas, aunque tengan parientes cercanos. Sin embargo el director tuvo el acierto de ser consciente de ello y hacer una adaptación muy fiel al espíritu de la novela y a la historia que se cuenta, pero en absoluto a la ambientación, la época o los detalles (como el nombre del protagonista, sin ir más lejos). Y tal vez esa sea la única forma de que el lector no se sienta decepcionado como espectador: como lo que cuenta un libro muy difícilmente se puede abarcar en una pantalla, que ambas obras sean autónomas y que la una se limite a inspirar y la otra a homenajear, pero mantengan su independencia creativa y artística. Magníficos, por cierto, los dibujos de Francesco Clemente, que son un personaje más de una película en la que Phillip Pirrip se transforma en Finnegan Bell, que conoce el éxito como pintor en el New York de final del siglo XX.
El resto es la trama, y no conviene hablar mucho de ella, quien al final decida leerla agradecerá mantener esa mágica capacidad de ir descubriéndola por si mismo.
andresbarrero@vodafone.es
Ufff, que preciosidad de historia, de inmediato he recordado “El Sr. Pip”, y esque creo que cuando un libro cala, hace que después pasen cosas formidables por la cabecita de uno.
A mí también me gusta más “Grandes esperanzas”, por cierto un libro que en muchos colegios ahora se lee en versión adaptada.
Leí este libro hace muchos años ya. Me encantó. Me gustó tanto la historia y me sentí tan atrapada que recuerdo que la terminé y tuve que empezarlo de nuevo. Aunque tengo que admitir que tengo debilidad por Dickens. Será por eso que la peli me decepcionó. Pero es que me gustó tanto el libro, tenía tantas expectativas puestas que era imposible cumplirlas. ¡Fantástica reseña!
Besotes!!!
Gracias por vuestros comentarios.
Un abrazo,
Andrés
Hacer de algo feo o triste algo hermoso, eso lo logran solo los grandes escritores; otra novela más para leer!