Si la literatura permite soñar al lector, el teatro le hará vivir en esa fantasía. El más elevado estado de placer se consigue a través de la representación teatral. Sobre las tablas, un grupo de comediantes hará reír, sentir momentos trágicos o abrir el pensamiento crítico. No es solo un texto escrito, es, además, la consecución suprema de lo que el poeta dejó escrito. Ir al teatro con ánimo de divertirse y aprender, la máxima que defendiera el poeta Horacio. Y así, en el más creativo e interesante siglo de nuestra literatura, el XVII, el teatro se convirtió en el género más importante. He aquí una merecidísima mención a un libro capital en los estudios literarios de nuestra lengua: Historia del teatro español del siglo XVII, de Ignacio Arellano.
El Siglo de Oro, respeto supremo ante semejante etapa de creación literaria, aún hoy inalcanzable. Son muchísimos los libros que intentan acercarnos a todo lo que dio de sí la literatura barroca española; imposible poder quedarse con uno solo. El que aquí destaco recoge gran cantidad de información para adentrarse en la Nueva comedia, pero a su vez, es vehículo que conduce a otros cuantos ensayos y estudios muy interesantes que complementan y añaden más datos sobre la vida y el teatro aurisecular. El trabajo espléndido de Ignacio Arellano sirve, de entrada, para conocer la nómina de autores que conformaron la Nueva comedia, un somero acercamiento a algunas de sus obras cumbre, pero también para introducirnos en los patios de los corrales de comedias que bullían en los interiores de las viviendas de Madrid, Sevilla o Almagro. Pero para el lector, o mejor dicho, y en términos que se empleaban en el XVII, para el «discreto lector» esto le parecerá poco y de ahí que también se cuenten las influencias de la comedia española que beben mucho de la Commedia dell’Arte italiana y el éxito y auge entre el público que acudía a los corrales.
Hoy, cuando vamos al teatro, la máxima es el silencio total y mantener las formas mientras los actores representan la obra. Apagamos los móviles (no todos), nos quedamos sentaditos en la butaca casi con miedo de reírnos o aplaudir antes de tiempo y, si la obra es mala y el reparto da pena, no exigimos compensación. En el XVII no tenía nada que ver. Existía un bulle-bulle constante en el patio que, en muchas ocasiones, acababa en duelo entre mosqueteros. Había más, digamos, «vidilla» entre el vulgo. Además, la asistencia al teatro era casi religión entre todos los estratos sociales. Se acudía al teatro con ánimo de divertirse, ya que las cosas fuera no iban precisamente bien. Esto le diferenciaba, por ejemplo, del teatro Isabelino inglés, que preferían la tragedia. Aquí, la comedia servía de terapia entre el público español que llenaba los corrales. Por supuesto, los precios se hacían asequibles a los distintos bolsillos y se distribuían por distintas partes del teatro. El patio recogía a los mosqueteros y estaban de pie; la cazuela, una zona de la grada frente al escenario, estaba reservada a las mujeres que, a través del lenguaje de gestos con abanicos, coqueteaban con los hombres del patio. Esto, claro, llevaba en alguna que otra ocasión a la disputa entre hombres. Las celosías eran balcones laterales, lo que hoy serían los palcos, reservados a personas de mayor poder adquisitivo. Ahí podían entrar hombres y mujeres juntos y, picaresca española, desde donde podían ver sin ser vistos.
Esta vida bullente en los corrales marcó el carácter de la Nueva comedia implantada por Lope de Vega en la que el vulgo necesitaba estar entretenido durante las hasta tres o cuatro horas que podía durar el espectáculo. Entre los distintos actos, tres, a diferencia de uno o cinco que se estilaba en el teatro del XVI de Lope de Rueda, se intercalaban los entremeses, de corte cómico y carnavalesco. Además, era costumbre de los mosqueteros portar verduras que lanzaban al escenario cuando la comedia no era de su agrado. A más de un autor de comedias, esto es, director de compañía, le pedían que saliera al escenario «a bailar». Célebre es la cita de Ruiz de Alarcón que dirige al público de las comedias a los que insta a respetar la obra:
Al vulgo.
Contigo hablo, bestia fiera, que con la nobleza no es menester, que ella se dicta más que yo sabría. Allá van esas comedias, trátalas como sueles, no es como es justo, sino como es gusto, que ellas te miran con desprecio y sin temor, como las que pasaron ya el peligro de tus silbos.
Dios les librara de la furia mosqueteril. También de la censura, ya que toda obra, entremés o baile debía pasar por la aprobación del consejo. Con la iglesia hemos topado.
Uno de los factores clave que a veces empañan a mis amigos a acompañarme a la representación de una comedia del Siglo de Oro en el teatro es que el lenguaje sea en verso (y eso que vivimos en tiempos de ¿poetas?). El verso permitía a los representantes aprenderse mejor el texto, según afianzaban su profesionalidad y, además, ya que la finalidad del teatro es la de soñar, el verso conseguía mejor este propósito. Conmigo lo consiguen, desde luego, y valga este libro para rescatar algunas escenas maravillosas que han marcado el teatro aurisecular comentadas y estudiadas por Ignacio Arellano para entender mejor la magia que encierran.
Historia del teatro español del siglo XVII no solo es un libro recomendable a estudiantes de literatura o del propio teatro, sino que es menester para todo aquel que tenga un mínimo de interés por la vida teatral y disfrute con las representaciones. Por suerte, hay diversas compañías que realizan montajes respetando los textos clásicos de Lope, Calderón, Moreto, Sor Juana Inés de la Cruz y un largo etcétera del que este libro da buena cuenta. La posibilidad de revivir de cerca las representaciones en el corral de Almagro, en el teatro de la Comedia de Madrid o el Pavón Kamikaze es un gustazo que siempre recomiendo. Más si cabe, leer apuntes que en este libro se comentan para disfrutar aún más del espectáculo.