Reseña del cómic “Hulk: Gris”, de Jeph Loeb y Tim Sale
Antes de convertirse en un gigante esmeralda, Hulk fue gris. En sus orígenes, cuando Stan Lee y Jack Kirby concibieron a Bruce Banner y a su alter ego monstruoso, el gris cubría de pies a cabeza al ser que daría como resultado la exposición de un ser humano a una bomba Gamma. No hay más que echar un vistazo a ese The Incredible Hulk número 1 de 1962 para darse cuenta de que dista un abismo entre el Hulk de antes y el de ahora. En esos primeros pasos que daría el engendro, sus creadores tampoco tenían muy claro cómo funcionaban sus poderes: ¿Se transformaba solamente por las noches? ¿Tenía pensamientos de villano? ¿Qué tal si al enfadarse, al explotar de rabia, es cuando todo se activa? Con todo, las bases de un nuevo superhéroe estaban sentadas, un Doctor Jekyll y Míster Hyde de la era moderna que no tardaría mucho en formar parte de Los Vengadores. Regresar a esa época en que todo era más elemental, a ese momento originario en el que el personaje todavía era una página en blanco, pero sin mostrar la ingenuidad narrativa de antaño en la que solo se contemplaban el blanco o el negro, es lo que consiguen el tándem artístico de Jeph Loeb y Tim Sale en Hulk: Gris publicado por Panini Cómics en su colección Must-Have.
En esta tercera entrega del llamado Ciclo de Colores, dejamos atrás a Daredevil: Amarillo y a Spiderman:Azul para revisitar con mirada nostálgica la primera noche de Bruce Banner como Hulk. Jugarse la vida para salvar a Rick Jones, un muchacho huérfano y apostador, rebelde sin causa de mentalidad y de apariencia, que se lía a hacer el cabra en una zona militarizada es de los primeros recuerdos que Banner le explica, por enésima vez, a Leonard Samson, amigo y psiquiatra; sustento moral en ese aniversario tan señalado y tan triste. La narración se convierte en terapia. Las revelaciones se realizan en textos de apoyo en los que el paciente se sincera y el médico intenta sanar heridas. Un historia con un narrador poco fiable debido a esos recuerdos que se emborronan dentro de la mente de su particular Hyde. Un monstruo brutal así como inocentón. Un niño zopenco de gran tonelaje muscular. Un ser que busca solamente estar tranquilo y proteger a Betty, el amor secreto de Bruce Banner. Pero ofrecer protección con tan desmesurada fuerza, tener amigos cuando el simple roce de tus dedos ejerce la fuerza de un martillo pilón, se torna complejo, frustrante e incluso triste. La inocencia pueril de Hulk es, en algunos momentos, comparable al Frankenstein de Boris Karloff. A ese Frankenstein tierno y perturbador que era capaz de ver la belleza de unas flores que flotaban en un lago pero que también buscaba que la niña que se las entregaba flotara.
En Hulk: Gris hay diferentes tipos de monstruos: los que lo son por apariencia y los que abrazan las obsesiones de una forma enfermiza y arrasan con todo hasta alcanzar su objetivo. Jeph Loeb enfrenta a esos dos tipos de monstruos, a Hulk y al padre de Betty, el general Thaddeus Ross, y nos muestra con ello los monstruos que lo son por elección y los que lo son por incomprensión. Momentos de dramatismo que Tim Sale, respaldado por el colorista Matt Hollingsworth, agudiza mediante las sombras nocturnas, la iluminación del fuego de la batalla y una lluvia insistente que se antoja fría. Y aunque este cómic queda un escalón por debajo de lo conseguido en Spiderman: Azul y demasiado lejos de lo que Loeb y Sale lograron en Daredevil: Amarillo, llega a remover en el lector no pocos sentimientos. Pero es sin duda el choque entre ternura y terror lo que se lleva la palma, esa imposible concordia entre amor y brutalidad que muestra Hulk hacia Betty cuando las circunstancias los obligan a compartir una gruta. Una escena casi de cine clásico, de ese que se rodaba en blanco y negro, pero con un enfoque repleto de tonalidades donde la nostalgia de un origen toma su propio color.