No sé cuántas veces habré mirado hoy el móvil. Segurísimo que más de cincuenta, y solo son las tres de la tarde. Le doy al botón de inicio, aunque solo sea para mirar si alguien me ha escrito un whatsapp o si tengo algún comentario en Facebook. No espero que nadie me escriba, no he iniciado ninguna conversación, pero igual alguien se acuerda de mí y decide mandarme un mensaje. Por la mañana subí una foto a Instagram, ya tiene veinte “me gusta”; está dentro del promedio, va bien la cosa. Sin embargo, anoche puse un tweet, pero ese no ha tenido éxito, nadie lo ha retwiteado. Tampoco es que me vaya a morir por ello, pero la verdad es que era un tweet muy bueno. No puedo creerme que de las casi cuatrocientas personas que me siguen, a nadie le haya hecho gracia…
Antes de leer Humanoffon navegaba por las redes sociales sin ser consciente de lo que hacía. Ahora me he dado cuenta de que lo primero que hago todas las mañanas es revisar mi móvil. Desayuno mientras repaso las noticias en él, lo uso para leer cuando voy en el autobús, me sumerjo en Facebook cuando no me interesa la charla que están teniendo los demás. Como si mi móvil pudiera ofrecerme alguna sensación mejor que todo lo que me rodea; como si fuera la vía de escape perfecta. No sé cuánto tiempo paso comprobando el correo electrónico, pero quizá una media hora diaria. Media hora que podría haber aprovechado para hacer otra cosa… ¿pero el qué?
Yo fui de la época de las videoconsolas y, además, soy hija única. Lo de las relaciones sociales me tiene que costar a la fuerza. Pero la vida me lo ha puesto más fácil con las redes sociales. En Facebook tengo exactamente trescientos veinticuatro amigos. No está mal. Observo cómo les va la vida, sus éxitos. Éxitos de gente a la que hace más de seis años que no veo y que, la verdad, tampoco me muero por ver. A veces me cruzo a esas personas por la calle; ni nos saludamos. Pero les va bien. Uno está viviendo en Londres, otra ha tenido una niña preciosa, otra está en una empresa de alta categoría, otro se ha casado recientemente… pero lo que no dicen es que el de Londres está malviviendo con un sueldo precario, la de la niña lleva tres meses sin dormir, la de la empresa es una becaria que solo lleva el café y el feliz marido tiene más cuernos que un miura. Pero esas cosas no se cuentan en una red social, solo se cuenta lo bueno. Para que los que vemos esas publicaciones miremos a nuestro alrededor y pensemos lo desafortunados que somos. Se puede definir con una gran frase de Indira Ghandi: “el mundo te exige resultados. No les cuentes a otros tus dolores del parto… muéstrales al niño”
Y no es solo una competición para ver quién acumula más éxitos. Instagram se convierte en el nuevo catálogo de moda. Chicas como yo, normales y corrientes, haciendo publicidad de productos que saben que no valen para nada, pero que te hacen desearlos. Seguro que si me compro la agenda que todas tienen, seré mejor estudiante. Seguro que si me compro un palo-selfie voy a parecer más feliz en las fotos. Me voy de vacaciones y lo único que quiero es capturar cada instante para que todos vean dónde estoy y lo bien que lo estoy pasando. Es una lucha entre nosotros para ver quién es más.
El ser humano ha cambiado. Andy Stalman nos lo relata en este maravilloso libro repleto de ilustraciones inspiradoras, que habla de cómo la tecnología y, más concretamente, Internet, ha transformado nuestras vidas. Aunque no todo son cosas negativas, por supuesto. Todavía recuerdo la cara de mi abuela al ver por Skype a su hermana, que vive en Alemania. Tanta distancia se esfuma en un segundo; deja de existir. Te pone al lado de tus seres queridos, te acerca a tus deseos. Pero hasta el aspecto más positivo de la tecnología no puede ocultar que no es más que eso, un puñado de cables, tornillo e impulsos eléctricos. Y cuando apagas el portátil la realidad te cae encima como un cubo de agua helada por la cabeza. No volverás a tocar a esa persona en años. No volverás a oler su perfume, ni a ver el brillo de sus ojos en mucho tiempo. Skype te acercará a su pantalla, pero el café sigue sabiendo mejor cuando se toma cara a cara, respirando el mismo aire.
Humanoffon ayuda a ser consciente de lo que somos, de lo que hacemos en nuestro día a día. Al final, cada generación ha tenido su droga. La nuestra es la información. Navegamos en Internet ávidos de ella, buscándola en cada rincón. Por eso yo, habiendo recibido mi dosis diaria, voy a apagar el ordenador, a coger un buen libro y a desconectar del mundo por un rato.